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En las tertulias de familias amigas se hablaba con escándalo de las calaveradas de Ramón; de una riña por cuestión de juego a la salida de un casino; de un padre y un hermano, gente ordinaria, de blusa, que juraban matarle si no se casaba con cierta muchacha a la que acompañaba de día al taller y de noche al baile.

En vista de lo cual, aunque desconfiaba de la farsa, fingió aceptarla, considerándola como un modus vivendi necesario para sellar el vergonzoso pacto. El taponazo del Champaña le sacó de sus cavilaciones. Don Juan, alzando la espumante copa, le dijo, como si fuesen antiguos compañeros de calaveradas: Cuando dos caballeros quieren entenderse, no hay quien pueda con ellos.

Los padres de Deusto le protegían, sonriendo benévolamente ante lo que llamaban sus calaveradas. Era exceso de vida: ya le casarían ventajosamente y sería un modelo de caballeros cristinos. Sánchez Morueta le veía en su casa con disgusto, pero no osaba manifestarlo claramente por consideración á doña Cristina, que parecía orgullosa de su sobrino.

Por el contrario: tratábase de una familia moderna y perfeccionada. Padre e hijo eran dos buenos compañeros que se daban mutuas bromas acerca de sus calaveradas. Las muchachas habían visto cuanto se representaba en el teatro, y leído cuanto se ha escrito.

Su hermano Miguel se había ido con su madre á Medina cuando Velázquez tuvo á bien despedirla de casa. El muchacho, gandul y vicioso, como ya sabemos, tomó gusto á la vida de Cádiz en los meses que aquí permaneció: era un campo mucho más fértil y ameno para sus calaveradas que Medina.

Si le hablaban de las perdices y los conejos hacía un mohín de disgusto y movía el rabo con impaciencia como si tratase de pasar a otro asunto. Las perdices y los ánades eran para él cuentos del tiempo viejo, calaveradas de la juventud; que le dejasen de romanticismos y le hablasen de las buenas siestas al pie de la chimenea y de los buenos platos de cocido con desperdicios.

Me voy a la máquina; las calderas empiezan a rugir y las válvulas de seguridad dejan ya escapar, silbando, un hilo de vapor poco tranquilizador. ¿Estamos aún en el terreno legal? pregunto al joven maquinista, que no quita sus ojos del medidor. Tenemos aún cincuenta libras para hacer calaveradas, señor; pero no quisiera emplearlas.

Famoso y tradicional es que los extranjeros que por primera vez nos visitan, ya por costumbre, ya porque no pueden resistir la seducción, ó porque tienen efectivamente gusto en ello, buscan en Andalucía más que otra cosa con curiosidad las costumbres y tipos populares, de los que tienen la mayoría las más absurdas creencias; y en este punto puede decirse que el grave político francés perdió toda su gravedad y se propuso en Sevilla echar una cana al aire, como suele decirse, y correr su juerguecita, creyendo que aquellas calaveradas no habían ciertamente de tener resonancia ni pasar á conocimiento de las generaciones siguientes.

Los españoles tenemos esa ventaja sobre los habitantes de otras naciones. ¿Qué país tiene una Jauja tal, una isla de Cuba para remediar los desastres de sus hijos? ISIDORA. ¡Ya! JOAQUÍN. Me iré a la perla de las Antillas, como decimos por acá. ¿Quieres ir conmigo? Yo te cuidaría si caías malo, y te desviaría de tus calaveradas, porque allá... Pero no puedo, no puedo salir de aquí.

Por toda respuesta, el Tuerto de Castrodorna hizo asomar al borde de su faja el extremo de una navaja de cachas amarillas, que volvió a ocultar al punto. El arcipreste, que había perdido los bríos con la obesidad y los años, sobresaltóse mucho. Déjese de calaveradas, mi amigo. Por si acaso, me parece oportuno salir por la puerta de atrás. ¿Eh?