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Ninguna joven osaba imitar los vestidos audaces, los ademanes excéntricos, las palabras de sentido ambiguo que formaban el encanto picante y perturbador de las dos hermanas. Todos los atrevimientos perturbadores del gran mundo encontraban su apoyo.

Con esto cobró, a su parecer, tanto ánimo, que si le acometieran todos los arrieros del mundo, no volviera el pie atrás. Los compañeros de los heridos, que tales los vieron, comenzaron desde lejos a llover piedras sobre don Quijote, el cual, lo mejor que podía, se reparaba con su adarga, y no se osaba apartar de la pila por no desamparar las armas.

Además sentía vergüenza; aquello había sido como lo de ser literata, una cosa ridícula, que acababa por parecérselo a ella misma. No osaba pisar la calle. En todos los transeúntes adivinaba burlas; cualquier murmuración iba con ella, en los corrillos se le antojaba que comentaban su locura. «Había sido ridícula, había hecho una tontería»; esta idea fija la atormentaba.

Por la tarde, cuando la mayor afluencia de máscaras y de gente acudía al Prado y a Recoletos, nadie osaba pisar aquel sitio regado de sangre, y llamábanse todos a la acera opuesta, lanzando a la segunda ventana una mirada larga y medrosa.

Su espíritu no osaba traspasar siquiera los cristales del balcón, temeroso de perder la dicha en que se bañaba. No obstante, tuvo aliento bastante para separarse un segundo y salir a la puerta gritando: ¡Don Mariano, don Mariano! El señor de Elorza, sobresaltado, como se hallaba desde hacía algún tiempo, acudió presuroso temiendo alguna desgracia.

No por esto osaba aproximarse, como si una irresistible timidez le cerrase el camino de la finca mientras brillaba el sol. Desde que era pretendiente no podía presentarse como amigo. Su llegada podía resultar embarazosa para la familia de Pep. Temía que la muchacha se ocultase al verle.

Los excesos de celo de la autoridad se agradecían y premiaban, y al que osaba protestar se le imponía silencio con el recuerdo de La Mano Negra.

Por cierto que esto tenía un poco desabrido a don Segis, el capellán de las Agustinas, aunque no osaba manifestarlo, porque no le convenía ponerse mal con su compañero. La insinuación producía efecto unas veces, otras no. Rara la dejaba caer don Benigno en los oídos de una vieja.

No osaba penetrar en ellos: temía encontrarse con el banco en que habían estado aquella tarde. Avanzó por las calles de la ciudad, estrechas, sin aceras, pavimentadas de anchas losas, como en muchas poblaciones de Italia. Las viviendas, viejas y altas, recordaban los tiempos en que el suelo era precioso dentro de una península estrechamente ceñida por sus fortificaciones.

Para dar a comprender cuán vehemente era su deseo, basta decir que osaba contrariar, aunque evitando toda disputa, la firme voluntad de; y debo advertir, para que se tenga idea de la obstinación de mi amo, que éste no tenía miedo a los ingleses, ni a los franceses, ni a los argelinos, ni a los salvajes del estrecho de Magallanes, ni al mar irritado, ni a los monstruos acuáticos, ni a la ruidosa tempestad, ni al cielo, ni a la tierra: no tenía miedo a cosa alguna creada por Dios, más que a su bendita mujer.