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«¡Flor de almendro!...» Bonito nombre. Y animado por la aprobación del señor, el atlot siguió hablando. «Flor de almendro» era Margalida, la hija del siñó Pep de Can Mallorquí.

Todo su capital consistía en unas cuantas docenas de duros que había traído de su fuga de Mallorca, cantidad que conservaba aún gracias a Pep, tenaz en su negativa a aceptar remuneración alguna.

Era un forastero, un extraño que perturbaba con su presencia la vida tradicional de aquellas gentes. Le había recibido Pep con un respeto de antiguo siervo, y pagaba tal hospitalidad perturbando su casa y la paz de su familia.

Pep, estoy arruinado; eres rico si te comparas conmigo. Vengo a vivir en la torre... no hasta cuándo. Tal vez para siempre. Y entró en los detalles de instalación, mientras Pep sonreía con aire incrédulo. ¡Arruinado!... Todos los grandes señores decían lo mismo, y lo que a ellos les sobraba en su desgracia podía hacer ricos a muchos pobres.

El efecto de estos versos fue instantáneo. Pep, en la densidad de su pensamiento espeso, vio flotar algo como una chispa de fuego, una luminosa adivinación, y extendió las manos imperativamente, al mismo tiempo que se incorporaba: ¡Prou!... ¡prou! Pero era ya inútil que gritase «¡bastanteUn bulto se interpuso entre él y la luz del candil: el cuerpo de Febrer, que se había erguido de un salto.

El Capellanet hablaba del baile de la tarde, olvidado totalmente de su vida de seminarista y osando arrostrar los ojos de Pep. Margalida recordaba las miradas del Cantó y la arrogante postura del Ferrer cuando ella había pasado ante los atlots al entrar en misa. La madre suspiraba: ¡Ay, Siñor!... ¡Ay, Siñor!...

Aún era pronto, faltaban muchos minutos para la hora: lo tratado era ley. Pero Pep, con su testarudez de campesino, se hacía el sordo, repitiendo las mismas palabras mientras se ponía de pie e iba hacia la puerta, abriéndola completamente. «Las nueve y mediaCada uno era amo en su casa, y él hacia en la suya lo que creía mejor. Debía levantarse temprano al día siguiente: «¡Bona nit!...»

Pep, por un resto de veneración tradicional, toleraba silencioso este capricho de gran señor, pero iba a estallar de un momento a otro contra el hombre que perturbaba su vida.

Margalida se refugió al lado de su madre, y el Capellanet creyó llegado el momento de sacar su cuchillo. El padre, con la autoridad de los años, se impuso a todos: ¡Fora!... ¡fora! Todos obedecieron, saliendo fuera de la alquería, para detenerse en pleno campo. Febrer salió también, a pesar de la resistencia de Pep. Los atlots parecían divididos, discutiendo acaloradamente.

El siñó Pep, tan absoluto en sus ideas, deteníase antes de tomar una resolución, rascándose la frente con gesto de duda mientras decía en voz baja: «Esto habrá que consultarlo con la atlota». El mismo Capellanet, que había heredado la terquedad paternal, desistía fácilmente de sus intentos de protesta con sólo una palabra de la hermana, una insinuación de su boca sonriente, de su voz dulce.