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Excitado por la murmuración, don Benigno bebió algunos vasos más de los acostumbrados, y el capellán no quiso quedarse atrás. Cuando los tertulios salieron de la tienda formando la clásica cadena, don Segis advirtió con satisfacción que la pierna entumecida le pesaba menos, y se lo hizo observar a don Benigno, que le dió por ello la enhorabuena.

Aquí hay todavía mucha gente dijo don Benigno. Don Segis se mostró humilde también esta vez, siguiendo el impulso de su compañero. En la calle de Caborana, esquina a la del Azúcar, que la pone en comunicación con la Rúa Nueva, se situaron ambos como punto estratégico por donde el enemigo había de pasar, dado que su casa estaba situada al final de la calle de Caborana.

Don Roque rompe el silencio: De todos modos, no hay duda que don Antonio le abrasó. Le abrasó dice don Juan el Salado. Le abrasó confirma don Benigno. Le abrasó corrobora el señor Anselmo. Le abrasó completamente resume, por fin, don Segis lúgubremente. Lo que alteraba los ánimos una que otra vez, era la cuestión de pichones.

La Morana, hija y heredera de otra Morana que ya había muerto, era una mujer de cuarenta años, pálida, con parches de gutapercha en las sienes para los dolores de cabeza. Estaba casada con un Juan Crisóstomo, que al decir de don Segis, el capellán, no era de los Crisóstomos. Sin embargo, cuando administraba alguna paliza a su mujer, solía mostrar cierta erudición poco común.

El primero que se soltó fué don Segis, que vivía en una casita de dos balcones, pegada al convento de las Agustinas. Después fué don Juan el Salado. Después el coadjutor. Por último, el señor Anselmo, sacando la enorme llave lustrosa que le servía de batuta cuando dirigía la orquesta, abrió el taller donde dormía. Quedó el alcalde solo con la fuerza de su mando.

El alcalde don Roque, que desde tiempo inmemorial venía asistiendo a la tienda de la Morana en compañía de don Segis el capellán de las monjas Agustinas y don Benigno el coadjutor de la parroquia, y se bebía en el transcurso de la noche, de cuatro a ocho vasos de vino de Rueda, según las circunstancias, no pudo sufrir el hogar doméstico más de tres días y salió también a la calle.

¿Ha leído usted el papelucho de don Rosendo? preguntó por la noche en casa de la Morana a don Segis. Es de advertir que desde la primera gacetilla irreligiosa don Benigno no volvió a llamar de otro modo al Faro de Sarrió. , lo he leído esta mañana en casa de Graells. ¿Y qué le parece a usted de aquella indignidad? ¿Cuál? preguntó con sosiego el capellán.

Amigo don Segis, ¿qué le parece a usted de ir a limpiar los mocos al hijo del Perinolo? ¡Grave! ¡grave! ¡grave! murmuró don Segis. Si pudiéramos darle una sopimpa, sin escándalo, se entiende... ¡Grave! ¡grave! A las once u once y media sale del café. Podemos esperarle por allí cerca y alumbrarle algunos coscorrones. ¡Grave! ¡grave! ¡grave! ¿Es usted un hombre o no lo es, don Segis?

Don Segis había padecido un ataque apoplético, de resultas del cual arrastraba la pierna derecha cual si llevase en ella un peso de seis arrobas. Verdad que el insaciable capellán no se contentaba con los cuarterones de vino de la confitería.