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Allí tuvo que habérselas mi amigo con el mismísimo Voltaire. El célebre escritor no tardó en acudir al llamado de la pitonisa, y ésta escribió bajo la influencia del evocado espíritu, en castellano de gacetilla, y en estilo difuso y pesado, semejante al de los redactores de «La Nueva Revelación», no cuántas perrerías luteranas, contra la confesión auricular.

Es cierto que el bueno del Leonés pareció a Miranda hombre de tediosa compañía, en todo vulgar e infeliz, corto de alcances, con sus ribetes de mentecato, pero hubo de sufrirlo, y aun de acomodarse a las ideas del viejo, tanto que éste llegó a no poder tomar café ni leer El Progreso Nacional, órgano de Colmenar, sin la salsa de los sabrosos comentarios que Miranda hacía a cada fondo, a cada suelto y gacetilla.

Para llevar a cabo sus nuevos planes, eligió lo que había de aprovechable entre lo arrojado de su casa y lo que conocía de lo de fuera; después autorizó a los escogidos para que escogieran a su vez, sin pararse en pelillos de linaje: podían espigar en varios campos, en todos los que se dieran ingenios bien educados, desde la presidencia del Consejo de ministros, hasta el humilde rincón de la obscura gacetilla.

Indignó la gacetilla en alto grado a todos los amigos de Belinchón, e hizo crecer en sus corazones el fuego de la venganza. Por lo bien escrita y malintencionada, achacábase comúnmente a Sinforoso Suárez. ¿Cómo? ¿Sinforoso no era el redactor principal de El Faro, el amigo fiel y edecán de don Rosendo? Ya no.

Por último, en la plana tercera, aún podían leerse dos o tres gacetillas referentes al egregio huésped. El Joven Sarriense se limitó a dar la noticia de su llegada en un gacetilla cortés y fría, titulada Bien venido. Pero a renglón seguido, y cogiendo la ocasión por los pelos, la emprendió como siempre a tajos y mandobles con sus enemigos.

Y como, aparte de algunas huecas generalidades del artículo de fondo, discurrían acerca de asuntos conocidos, era mucho mayor el interés que despertaban. No es fácil imaginar cuán honda sensación producía en el concurso alguna gacetilla rotulada, por ejemplo: «Acontecimiento incalificable». A ver, a ver. Oír. Callar. Silencio, charlatanas.

Estos tuvieron la atención de manifestarse disgustados por la gacetilla, aunque sin hacer tampoco extremos. Ya sabemos que esto no se acordaba con la naturaleza de aquella templada y patriarcal reunión.

Pero esta vez paseó la vista con indiferencia por él, y la detuvo para leer unos versos de Periquito a un grano de cierta dama, que le hicieron reir a carcajadas. Debajo de estos versos había una gacetilla que llevaba por título: Un marido como hay pocos. Comenzó a leerla sin gana.

La casa había desaparecido; aquellas ruinas de su hogar habían estado siendo el escándalo de la gacetilla urbana. «¿Pero cuándo se derriba la inmunda fachada de la esquina asquerosa de la calle del Mercado?». Esto había gritado la prensa local meses y meses, y al fin el Municipio había aplicado la piqueta de doña Urbana, como decía el periódico, a los últimos restos de tantos recuerdos sagrados. ¿Y él mismo, pensaba Bonifacio, qué era más que un esquinazo, una ruina asquerosa que estaba molestando a toda una familia linajuda con su insistencia en vivir, y ser, por una aberración lamentable, el marido de su mujer?

Posteriormente, esta sección dejó el título de Gacetilla que llevaba por el de Novelas a la mano, que le puso don Rosendo a imitación de las célebres Nouvelles a la main del Fígaro. Cerraba el periódico una charada en verso, que, si no recordarnos mal, era la palabra avellana.