United States or Central African Republic ? Vote for the TOP Country of the Week !


Su existencia tenía un fin doble, y así lo comprendía él: ser obrero de su propia fortuna y sostén de sus padres. Pero estas ideas no despertaban en su ánimo temor de lucha ni necesidad de abnegación. Llegar a ser algo, le parecía cosa natural. ¿No llegaban otros? Propósito de desinterés en aras de su familia, nunca lo hizo su pensamiento.

Tirando... tirando por este cuerpo pecador... ¡Válate Dios por el señorito Octavio!... ¡Válate Dios!... La risa persistente y las miradas del clérigo no despertaban en el joven una alegría muy íntima, aunque otra cosa quisiera aparentar. Vaya, vaya, vaya... lo que es ahora, señor conde, no se nos escapa usted tan pronto.

Sus ecos vibrantes y armoniosos despertaban un instante la campiña dormida y se perdían después como blando suspiro en los senos oscuros de los castañares y en las quebraduras de las rocas. Iba, pues, el joven cortesano emboscado en sus meditaciones, cuando delante de él, de uno de los lados del camino, se alzó una sombra que al instante tomó la forma humana.

Lubimoff recordó la impresión de extrañeza que despertaban al atravesar la plaza del Casino estos frailes descalzos cuando bajaban en grupo á Monte-Carlo. Pasó bajo una galería cubierta que formaba arco entre dos casas. Un gran descampado, una llanura, se abrió ante él. Era la plaza del Palacio.

Los edificios en llamas evocaban el recuerdo de todos los muebles raros y costosos amontonados en sus dos viviendas y que eran como los blasones de su elevación social. Los ancianos fusilados, las madres de entrañas abiertas, los niños con las manos cortadas, todos los sadismos de una guerra de terror, despertaban la violencia de su carácter. ¡Y esto puede ocurrir impunemente en nuestra época!...

Ganaba cuanto quería; parecía un muchacho con su trajecito claro, corbata roja y el enorme cigarro, al que conservaba la sortija de papel, para que todo el mundo se enterase de su precio. A un lado tenía a Teresa, tranquila y sin sentir la menor sospecha de infidelidad, y al otro a doña Manuela, orgullosa de la admiración que ella y sus niñas despertaban en una parte de la plaza.

El agua batía la peña donde se hallaban, salpicándoles de espuma y entrando y saliendo sin cesar en las profundas concavidades de la roca, que parecía hueca como un edificio. Las corrientes que se precipitaban por ellas despertaban en su seno extraños y confusos rumores, que unas veces semejaban los ecos lejanos de un trueno, otras los ronquidos profundos de un órgano.

Entonces, como ahora, había una gran pasión por los ídolos de la tauromaquia, el arte nacional por excelencia. Frascuelo y Lagartijo recogían en su joyante capote el último rayo del gran sol de la raza y despertaban el único latido de la conciencia nacional. Y aun no había surgido en el horizonte el espectro trágico, grotesco e infame del desastre colonial.

Despertaban curiosidad en los grupos de muchachas los vestidos y sombreros de toda aquella muchedumbre elegante, libre, en la cual había algunas, justo es decirlo, que habían pecado mucho más, pero muchísimo más que la peor de las que allí estaban encerradas. Manolita no dejó de hacer al oído de su amiga esta observación picante.

Los disgustos de sus compañeras, no sólo no la conmovían, sino que despertaban en sus labios una sonrisa cruel, que las dejaba yertas. Luego tenía, de vez en cuando, accesos de furor que la habían hecho temible y odiosa. En cierta ocasión, a una niña que le había dicho algunas palabras ofensivas le echó las manos al cuello y estuvo muy próxima a asfixiarla.