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La generala había empleado ya muchas veces este recurso, y siempre con el mismo éxito. A Miguel no le caían en gracia estas ideas lúgubres y procuraba llevar la conversación hacia otro punto. Esta vez la cortó levantándose del diván donde ambos estaban sentados y cogiendo el sombrero.

María Valdivieso se quedó muy edificada, y las dos primas salieron, cogiendo Currita, distraída con la conversación, un guante blanco y otro negro. Echó de ver su error al ir a ponérselos, ya cerca del teatro, y quiso volver a su casa para cambiarlos.

Una gran barca vieja y deteriorada, que servía para trasportar a los paisanos de una orilla a otra en los días de mercado, yacía amarrada por una cadena a la orilla, debajo de unos juncales que la sombreaban. ¡Ay, qué lástima! exclamó la joven devota cogiendo entre sus manos la cadena. ¡Tiene candado! Me alegro. Eso evita que usted hiciera una locura. Pues yo no renuncio a flotar un poco.

Luego se quitó de cuentos, y cogiendo a la pobre modista por un brazo, la plantó en la calle, sin darle tiempo a que se pusiera la mantilla. ¿Has visto qué pedazo de bárbaro?... Milagros se desmayó. Tuvimos que aplicarle éter y qué yo qué más cosas... En fin, por sacarla de este compromiso, he tenido que traerme a casa las telas y la modista para hacer aquí la labor.

Un día ya no pudo contenerse, y cogiendo descuidado a Maxi en su cuarto, le embocó esto de buenas a primeras: «No creas que voy yo a rebajarme a eso...». ¿A qué, señora? A visitar a tu... no puedo pronunciar ciertas palabras. Me parece indecoroso que yo vaya allá, a pesar de todos esos proyectos de legía eclesiástica que le vais a dar. Señora, si yo no he dicho a usted nada...

Miró después la cómoda, el baúl y las botas que sobre él estaban, sus propios pies cortados, pero dispuestos a andar. Un movimiento de alegría y la animación de la cara indicaron que Maximiliano había atrapado la idea. Bien lo decía él: con aquellas cosas se había vuelto de repente hombre de talento. Levantose, y cogiendo una bota salió y fue a la cocina, donde estaba Papitos cantando.

Ella volvió a humillar los ojos, cogiendo en su turbación una punta del delantal y subiéndola hasta su pecho... No sabía. Su voz ceceaba infantilmente a impulsos de un avergonzado aturdimiento. No tenía ganas de casarse. Ni el Cantó, ni el Ferrer, ni nadie. Había aceptado el cortejo porque todas las muchachas hacían lo mismo al llegar a cierta edad.

El tiempo todo lo vense afirmó con profético acento la comadre, cogiendo una hilera de puntos que se le había soltado al reír. Siguió Amparo calle adelante, y llamó al tablero de Carmela la encajera; pero con gran sorpresa suya, en vez de abrirse este, se entreabrió la puerta interior que comunicaba con el portal, y se asomó Carmela animada, encendida la tez y con un júbilo nunca visto en ella.

Si me vuelve usted a decir que es hermosa la muerte replicó el otro cogiendo la vara y esgrimiéndola cómicamente , le lleno el cuerpo de chichones. ¡Decir que es guapa esa tarasca, mamarracho, más fea que el no comer! Mírela usted allí, mírela allí con esa cara que da asco... mírela, y como diga que es guapa, le pulverizo.

Por último, cogiendo al banquero por la solapa de su gabán de pieles, le dijo atropellándose por la ira: Por supuesto; esos dos puercos, el empleado y el inspector, quedarán a escape cesantes. Veremos, veremos respondió el duque, inquieto y confuso. Ya está visto. Hasta que me traigas su cesantía no te presentes en mi casa, porque no te recibo. #Los amores de Raimundo.#