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Años hace que el ángel de mis sueños oyó, desde el mundo de la luz, mi triste plegaria y el funeral doblar que escribe en el libro de la vida la última letra, al confundirse con el ruido de la piqueta que abre la fosa y el martillazo que cierra el ataúd; últimos adiós que se elevan desde el fondo de la tumba á los que quedan esperando en el teatro del mundo la realidad de la muerte.

La casa había desaparecido; aquellas ruinas de su hogar habían estado siendo el escándalo de la gacetilla urbana. «¿Pero cuándo se derriba la inmunda fachada de la esquina asquerosa de la calle del Mercado?». Esto había gritado la prensa local meses y meses, y al fin el Municipio había aplicado la piqueta de doña Urbana, como decía el periódico, a los últimos restos de tantos recuerdos sagrados. ¿Y él mismo, pensaba Bonifacio, qué era más que un esquinazo, una ruina asquerosa que estaba molestando a toda una familia linajuda con su insistencia en vivir, y ser, por una aberración lamentable, el marido de su mujer?

Armados de piqueta cayeron sobre ti y desgarraron tu seno virginal y profanaron tu belleza inmaculada. ¡Oh, si hubieras podido huir de ellos como el almizclero del cazador dejando en sus manos tu tesoro! Muchos días, muchos años hace que camino lejos de ti, pero tu recuerdo vive y vivirá siempre conmigo. ¡Y aún no te he cantado, hermosa tierra donde vi por primera vez la luz del día!

Derribarlas quieren, con feroz piqueta... ¡Arrancarte el blasón regio! ¡De tan torpe sacrilegio protesto como poeta! Al mirar la majestad de tu encastillado busto, se presiente algo de augusto que ha quedado de otra edad. La impiedad no quitará en sus conjuros y esfuerzos extraordinarios, la cruz de tus campanarios, ni la piedra de tus muros.

Antojábasele aquel mísero conjunto de huesos y pellejo y de importunas turgencias, edificio ruinoso que el dueño defiende contra la piqueta municipal a fuerza de revoques de cal y manos de pintura y recomposición de tejas. «¡Ay!, en vano la retejo, y la unto, y la froto, y la pinto; esta mujer mía hace agua por todas partes, y el viento de la ira entra en ella por mil agujeros; esta destartalada máquina, inútil para , en cuanto legítimo esposo, sirve sólo, y servirá tal vez muchos años, para albergue del espíritu sutil de la discordia y de la contradicción: poca materia necesita el ángel malo para encaramarse en ella como un buitre en una horca, un búho en un torreón escueto y abandonado, y desde su miserable guarida hacerme cruda guerra».

El imperio de la hoja de lata, hermana gemela de la chaqueta tocaba á su fin. El ruido de la piqueta que abría los cimientos de las nuevas costumbres era el memento de su existencia.

El paisaje aparecía trastornado por la mano del hombre. El minero violaba á la Naturaleza, volcándola, desordenando sus ropajes. Todo había cambiado de lugar. Las cumbres habían sido echadas abajo por la piqueta y el barreno: las hondonadas, rellenas de escoria roja, estaban convertidas en mesetas.

Una trinchera bien ancha separaba las dos mitades: por medio de la trinchera cruzaba la vía férrea. El encanto silencioso, la dulzura agreste, la amable soledad de aquel retiro habían desaparecido. D. Félix lo rodeó todo lentamente. Apoyándose en su bastón miraba con terrible insistencia aquella brecha que la piqueta del progreso había abierto en su campo.

Antiguamente todas las obras de las provincias las hacía el fraile ó el Alcalde con el trabajo personal, ó sea la antítesis de la falla; entonces se hacían obras que requerían trabajo duro, constante y pesado; antes la vigilancia podía hacerse porque se localizaba el trabajo en un punto dado al que podía llegar la inspección; antes un fraile decía á un Alcalde, ó un Alcalde á un fraile, vamos á hacer una iglesia, como San Agustín por ejemplo, ó un puente como el de la Perseverancia, pongo por caso, y tras aquellas palabras, ni más papeles ni más expediente, se abría á las pocas horas un cimiento por la piqueta de la prestación personal, cuya prestación personal no dejaba la obra hasta que fijaba en su punto mas culminante una sencilla cruz con el añejo «Finís coronat opus». El trabajo personal entonces era una verdad, se circunscribía al círculo de los muros de un convento ó al espacio que separan los estribos de un puente, y la prestación personal perfectamente vigilada sabía que desde formar el horno para hacer la cal hasta cepillar el último trozo de madera, todo lo había de hacer.

Excusado es decir que los pueblos donde entró la piqueta del minero, han perdido, aunque no en tan alto grado como Comillas, su verdadero carácter local, y amoldádose á otras costumbres.