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Y canta y llora; , madre querida, lloro entregado á sin igual tristeza, que el cuerpo y el espíritu, abatidos, no pueden desechar; que con la vida no ha de acabar aunque con ella empieza; pues una voz callada y misteriosa resuena en mis oidos, y me dice que el alma no reposa. ¡Lloro, insensato, y creo que este llanto terrible y encendido, mísero y solo bien que ya poseo, puede pagar el que por has vertido!

Antojábasele aquel mísero conjunto de huesos y pellejo y de importunas turgencias, edificio ruinoso que el dueño defiende contra la piqueta municipal a fuerza de revoques de cal y manos de pintura y recomposición de tejas. «¡Ay!, en vano la retejo, y la unto, y la froto, y la pinto; esta mujer mía hace agua por todas partes, y el viento de la ira entra en ella por mil agujeros; esta destartalada máquina, inútil para , en cuanto legítimo esposo, sirve sólo, y servirá tal vez muchos años, para albergue del espíritu sutil de la discordia y de la contradicción: poca materia necesita el ángel malo para encaramarse en ella como un buitre en una horca, un búho en un torreón escueto y abandonado, y desde su miserable guarida hacerme cruda guerra».

Allí se me representaron de nuevo mis fatigas, y torné a llorar mis trabajos; allí se me vino a la memoria la consideración que hacía cuando me pensaba ir del clérigo, diciendo que aunque aquél era desventurado y mísero, por ventura toparía con otro peor: finalmente, allí lloré mi trabajosa vida pasada y mi cercana muerte venidera.

Comenzó a preocuparse del aliño de su cuerpo, se procuró toda clase de afeites, envió por vestidos a Madrid, aprovechó todos los recursos de la elegancia. Era tarde. Aquel mísero cuerpo abandonado, marchito por los años y la anemia, no recobró frescura ni gracia. Esta idea fija le roía el cerebro en su larga y dolorosa vigilia. ¡No volver a inspirar amor, ser vieja, causar repugnancia!

Isabel se despide tiernamente de sus hijos y de su esposo, á quien asegura, repetidas veces, que recibe gustosa la muerte de su mano; el Conde, no sintiéndose con fuerzas bastantes para matarla, encarga á un criado que lleve á la mar en una barca á Isabel, y que la abandone á merced de las olas. El acto tercero nos ofrece al mísero Conde atormentado por los remordimientos y presa del delirio.

Pues es claro: ¿eso qué duda tiene? respondí procurando calmar su agitación, la cual era tan grande, que no le dejaba ver la inconveniencia de consultar con un mísero paje cuestión tan grave.

Por lo tocante al marqués, tampoco se preocupaba gran cosa con el estado mísero de aquel su retoño, cuyo nacimiento tantas extravagancias y sandeces le había hecho cometer. Bastante más le quitaban el sueño otros cuidados.

Ojeda se imaginaba el pobre cementerio de aldea donde habría podido descansar eternamente el mísero Pachín, bajo lágrimas de escarcha en el invierno, entre flores y revoloteos de insectos al llegar el verano. Aquí no volvería a la tierra madre. La oceánica aventura había trastornado el final de esta existencia.

En ellos perece quien los ama. Y cuando el rey profeta, con ser tan conforme al corazón del Señor y tan su valido, y cuando Salomón, a pesar de su sobrenatural e infusa sabiduría, fueron conturbados y pecaron, porque Dios quitó su faz de ellos, ¿qué no debo temer yo, mísero pecador, tan joven, tan inexperto de las astucias del demonio, y tan poco firme y adiestrado en las peleas de la virtud?

¡Descalza! repetía asombrada Obdulia. La envidia crecía en su pecho. «Oh, lo que es esto pensaba indudablemente tiene cachet. Sale de lo vulgar, es una boutade, es algo... de un buen tono superfino...». El Marqués entró en aquel momento con don Víctor colgado del brazo. Vegallana venía consolando al mísero Quintanar, que no ocultaba su tristeza, su decaimiento de ánimo.