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Faltaban las de Ciudad. Don Mariano y el médico de la Sanidad quedaron consternados al oír este nombre que envolvía un guarismo tan respetable. Antes de que pudieran salir de su consternación ya habían aparecido por una de las bocacalles del muelle las seis señoritas acompañadas por su papá, su mamá, el ingeniero Suárez y dos hermanitos de menor edad.

¡Está usted enterao, amigo! respondió Suárez riendo. Malagueñas del riñón mismo del Perchel, cantadas con mucho estilo y con la gracia de Dios. Quedé bastante avergonzado, y observándolo la hermana, me dirigió una mirada cariñosa, diciendo al mismo tiempo: Ahí van peteneras... Por uté.

Di otros tres o cuatro, y vi que aquel hombre era, sin género de duda, Daniel Suárez. Es horrible decirlo, pero lo diré, porque quiero que este libro sea una confesión. Si me hubiesen dicho en aquel momento: «Se ha muerto tu padre», no hubiera recibido impresión más cruel. Miraba y no quería creer a mis ojos. Estaba a unos veinte pasos de distancia.

De aquella insinuación que me había hecho Suárez en Marmolejo, referente a un señor que dirigía los asuntos de D.ª Tula y vivía con ella maritalmente, no me dijo nada, ni yo me atreví a preguntarle. Después me dijo mirándome a los ojos sonriente: Además, le prevengo a usted que mi prima es rica. Su padre pasaba por tener una buena fortuna.

El teniente que nombran se decia Martin Suarez, noble caballero: Al C

Eso no es más que una galantería de usted, Suárez dijo una señora. ¡Ya se ve! repitieron varias. Es la pura verdad, y cualquiera que haya vivido allí algún tiempo lo podrá decir. En Madrid no hay términos medios: o las mujeres son totalmente hermosas o totalmente feas. No hay el conjunto de rostros agradables y simpáticos que aquí veo.

Pues, amigo Suárez dije echándole el brazo por encima del hombro, en un rapto de expansión, todavía puede remediarse todo. El malagueño volvió hacia la cabeza un poco sorprendido. Aún puede remediarse, porque la hermana no parece muy dispuesta a consagrarse a Dios por toda la vida. ¿De veras? preguntó con acento indefinible, sonriendo como a la fuerza.

EN LA FALÚA DE LAS DE CIUDAD. ¡María Julia, Consuelo, mirad qué bonito hace el agua metiendo la mano dentro! ¡Lindísimo! Se va usted a mojar el vestido, Amparo. ¡Mire usted qué penachitos blancos tan monos salen por entre los dedos, Suárez! Preciosos..., pero se va usted a mojar la manga del vestido. Aguarde usted un poco... Me la voy a remangar... Ea, ya está bien... Mire usted, mire usted...

Sabemos que hemos tenido, y nos jactamos de tener entre nuestros filósofos a Luis Vives, a Valles, a Francisco Victoria, al doctor eximio Suárez, a Melchor Cano, a Domingo de Soto, a Foxo Morcillo, a Gómez Pereira y a muchos otros, pero la mayoría de la gente, apenas iniciada, sabe poco más que sus nombres.

También, ¡cómo esperar que en Bogotá encontraría una obra maestra como la bodega del Sr. Suárez! Los vinos, elegidos por él en Europa, habían triplicado de valor en su larga travesía, y cuando los degustábamos, sentíamos que aquel chisporroteo de espíritus nos impedía entregarnos a esa grave tarea con la seriedad necesaria. Poro, ¿cómo hacer?