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Digamos que, a pesar de esto, era mozo de gentil disposición y rostro. Su padre, el señor José María el Perinolo, antiguo y clásico zapatero de la villa, era uno de aquellos viejos artesanos que a mediados del siglo gastaban chaqueta y sombrero de copa alta. Carlista fanático, miembro de todas las cofradías religiosas.

Esta frase se fué repitiendo en voz baja por todo el ámbito del teatro. El hijo del Perinolo era un joven pálido, de ojos negros, que gastaba larga melena. No se advertía más en la media luz que reinaba. Era para él gran fortuna.

El efecto que hicieron en Sinforoso, no es para descrito. En cuanto el ayudante salió a la calle, restablecido ya de su herida, el hijo de Perinolo se eclipsó. Nadie volvió a verle en un mes. Se decía que sólo salía de noche y con grandes precauciones.

El ayudante hablaba mejor, y adquiría cierto donaire en cuanto se trataba de denigrar al clero. Pido la palabra gritó una voz atiplada desde un palco. ¿Quién es? ¿Quién es? se preguntaron unos a otros los espectadores y los altos dignatarios del escenario. Es el hijo del Perinolo. ¿Quién? El hijo del Perinolo. El hijo del Perinolo.

Tanto tiempo se pasó, no obstante, sin lograr tropezar con él, que al cabo concluyó por perdonarle. Satisfizo su agravio con arrearle un par de puntapiés en el trasero, cuando después de tres meses, le halló paseando en la punta del Peón. El hijo del Perinolo dió gracias al Cielo de haber librado tan bien.

Voy a dar orden de que le sirvan un vaso de agua. Estas palabras fueron acogidas con un murmullo de aprobación. No estoy fatigado, señor presidente respondió suavemente el orador. Dejarle descansar. Que se le traiga un vaso de agua. Los espectadores, acometidos súbito de una ardiente simpatía, se convertían en madres cariñosas para el hijo del Perinolo.