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Imaginó que Dios le enviaba aquella severa advertencia por el abandono cruel en que había dejado á su hija. Cavilosa y triste durante algunos días y consultada con su confesor y con su hermana, resolvióse á recoger el fruto de sus amores, llamarla hija y hacerla su heredera. El médico había aconsejado que María pasase el invierno en Málaga.

La Morana, hija y heredera de otra Morana que ya había muerto, era una mujer de cuarenta años, pálida, con parches de gutapercha en las sienes para los dolores de cabeza. Estaba casada con un Juan Crisóstomo, que al decir de don Segis, el capellán, no era de los Crisóstomos. Sin embargo, cuando administraba alguna paliza a su mujer, solía mostrar cierta erudición poco común.

Así se comprendía la locura de su pobre marido. En vano se había opuesto al matrimonio la familia de Pepet. Casarse con una pobre, siendo él rico, resultaba un absurdo; y aún lo parecía más al saberse que la novia era hija de una bruja, y por tanto, heredera de todas sus malas artes. Pero él firme que firme.

Los criados la aborrecían por el orgullo insufrible que comenzó a manifestar así que se dió cuenta de su estado de princesa heredera; por no encontrar tampoco en ella ninguna compasión para sus faltas. La que más padeció en su servicio fué la institutriz inglesa que su padre la había traído. Era ya entrada en años, pero tenía gusto en vestirse y aliñarse como una damisela.

Este pronóstico reservado alarmaba mucho á las visitas de la gran casa de Moscoso, pero casi nada á la nueva huéspeda y heredera. Su inclinación campestre se delataba á cada instante.

Y en efecto, cinco o seis pollastres de lo más elegante y perfilado de la sociedad madrileña zumbaban en los paseos, en las tertulias y en el teatro Real alrededor de la rica heredera, como zánganos en torno de una colmena. Ramoncito tenía varios rivales, algunos de consideración.

La ofendida heredera de Estrada-Rosa no había imaginado sentir tal alegría al poner la planta en su pueblo natal. Sus amigas la llevaron abrazada, casi en volandas, hasta casa. Allí se despidieron todas, menos Emilita Mateo, a quien Fernanda hizo una seña para que se quedase.

Cuando se murió se encontraron en su casa muchos libros. La sobrina de Beracochea, que era la heredera, llamó a don Benigno, el vicario, para que los examinara, y éste afirmó que aquellos libros eran tan malos, que era mejor quemarlos.

Aquellos cortesanos del amor pretérito, tal vez al rendir sus homenajes, pensaban sobre todo en la munificencia actual de la heredera de D. Diego, única persona que aún tenía cuatro cuartos en toda la familia; pero ella, la caprichosa cónyuge del infeliz Bonifacio, no se detenía a escudriñar los recónditos motivos por que era acatada su indiscutible soberanía sobre los suyos.

Los condes y marqueses deseosos de una heredera rica se agolparon en torno de miss Craven en los grandes hoteles, en las playas de moda y las estaciones invernales de Suiza. ¡Diez y nueve años, y sesenta millones de dólares!...