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Buen consuelo, ser perros ocho horas en vez de nueve. Aumento de jornal. Y en seguida suben ellos la ropa, el pan, la casa... si pudieran... ¡hasta el aire tasaban! Entonces se oyó una voz que no había sonado aún: una voz que delataba un cuerpo chico y una voluntad monstruo. Aquí no hemos venido a discutir sino a vengarnos. ¿Tenéis coraje? ¿ o no?

El rostro tostado y las manos duras era lo único que delataba la rusticidad de aquellas muchachas a quienes un cultivo riquísimo hacía vivir en la abundancia.

José Fernández, sacerdote, para servir a Dios y a usted dijo el cura haciendo la presentación de su persona. Mostró la fuerte dentadura de hombre de campo, con una sonrisa humilde que delataba el deseo de intimar con este compatriota, el personaje más eminente de cuantos venían en el buque, según su opinión.

Pero agitaba sus hombros un temblor, que delataba la tiranía del sistema nervioso sobre su debilitado organismo. El temblor, por fin, fue disminuyendo y cesando.... Nucha se volvió, con los ojos secos y los nervios domados ya. Poco después sufrió una metamorfosis el vivir entumecido y soñoliento de los Pazos.

Atravesando la vega en las horas de más sol, cuando ardía la atmósfera y moscas y abejorros zumbaban pesadamente, sentíase una impresión de bienestar ante esta barraca limpia y fresca. El corral delataba, á través de sus bardas de barro y estacas, la vida contenida en él.

Este pronóstico reservado alarmaba mucho á las visitas de la gran casa de Moscoso, pero casi nada á la nueva huéspeda y heredera. Su inclinación campestre se delataba á cada instante.

Torrebianca, de estatura mediana, más bien bajo que alto, y enjuto de carnes, guardaba una agilidad nerviosa gracias á sus aficiones deportivas, y especialmente al manejo de las armas, que había sido siempre la más predominante de sus aficiones; pero su rostro delataba una vejez prematura.

Esta reencarnación se hacía sentir con un contacto menos ilusorio; pero en el misterio de su encierro la delataba su perfume. «¡Oh, Teri!... ¡TeriSu única preocupación por el momento era que la americana no dejase de hablar, que no huyese, llevándose con ella su oloroso nimbo.

Al circular, los visitantes tomaban una palidez lívida, como si marchasen por un desfiladero submarino. El agua tranquila de los estanques apenas era visible. Detrás de los vidrios sólo parecía existir una atmósfera maravillosa, un ambiente de sueño, en el que subían y bajaban flotantes seres de colores. Las burbujas de su respiración era lo único que delataba la presencia del líquido.

Habituado su oído a los rumores de la noche y a la respiración del mar, buscaba al través de éstos un roce, un indicio de que en aquella soledad había otros seres humanos aparte de él. Pasó mucho tiempo. A la luz del cigarro miró la esfera de su reloj. Las diez. Lejos sonaron ladridos, y Jaime creyó reconocer al perro de Can Mallorquí. Tal vez delataba el paso de alguien aproximándose a la torre.