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El payés de Can Mallorquí, al reconocer al señor, hizo un gesto de asombro. «¡Allí él esperando con los otros, como un simple pretendiente, sin atreverse a entrar en una casa que era suya!...» Febrer contestó con un encogimiento de hombros. Quería hacer lo mismo que los demás. Se imaginaba que de este modo le sería más fácil conseguir sus deseos.

Habíase plantado frente á doña Rosalía, y miraba, con la atención de un can preocupado, el buen color de la costurera que había traído la desolación á aquella casa. Señora dijo Paz con un poco de cortesía, le agradecemos á usted el aviso que nos ha dado, mostrando, como es natural, su celo é interés por la honra de nuestra casa.

Las mujeres de Can Mallorquí le habían contado la noticia, y a aquellas horas circulaba por el cuartón, pero de oído en oído, como se debe hablar de estas cosas, sin que se enteren las gentes de la justicia, que sólo sirven para enredarlo todo. ¿Conque le habían buscado la noche anterior, aucándolo para que saliese de la torre?... ¡Ji, ji!

¿Y quiere usted que yo, el pobre Pep de Can Mallorquí, sea pariente de su padre y su abuelo, y de todos los señorones que fueron amos de Mallorca y mandones del mundo?... Vamos, don Jaime. Vuelvo a creer que todo es una broma: su seriedad no me engaña. También don Horacio discurría a veces las cosas más chistosas, sin perder su cara de juez.

A cada uno le hizo un sábado, filo de media noche, que es cuando se calienta con las brujas, y todo rijoso, aullando como un can, va por los tejados quebrando las tejas, y métese por las chimeneas abajo para montar a las mujeres y empreñarlas con una trampa que sabe....Sin esa trampa, que el loco también sabe, no puede tener hijos....Y las mujeres conocen que tienen encima al enemigo, porque la flor de su sangre es fría.

Y esta certidumbre le hacía sonreír, como algo inesperado y gracioso. ¡Qué don Jaime! Muy honrados él y su familia por esta muestra de aprecio a los de Can Mallorquí. Lo malo era para la muchacha, que se engreiría, imaginándose ya digna de un príncipe, no queriendo aceptar a ningún payés. No puede ser, señor. ¿No comprende usted que no puede ser?... Yo también he sido joven y lo que es esto.

Eran las mismas que había proferido en Can Mallorquí. Juraba matarle: prometía ir de noche a la torre del Pirata para incendiarla y hacer pedazos a su dueño.

Pep Arabi, de Ibiza... Pero esto mismo no decía gran cosa, pues en la isla sólo existen seis o siete apellidos, y Arabi eran una cuarta parte de sus habitantes. Se explicaría mejor. Pep de Can Mallorquí. Febrer sonrió. ¡Ah, Can Mallorquí! Un pobre predio de Ibiza donde él había pasado un año siendo muchacho: la única herencia de su madre. Hacía doce años que Can Mallorquí no era suyo.

Era Pep el de Can Mallorquí, lejano pariente del muerto, en esta isla donde todos se hallaban más o menos unidos por los cruces de la sangre. El vago parentesco, aunque le impulsaba a participar del dolor, no le había obligado a ponerse el jaique de las grandes solemnidades. Iba vestido de negro y se cubría con un manteo de ligera lana y un fieltro redondo, que le daban cierto aire eclesiástico.

Rámila lo atacaba también de esta manera: «Bellerophonti quotidie admoves soccos et cursitando defatigari non cessas, ut doctisimus in te scripserat cordubensis, cujus admirandae posteritati carmina canis potins quam canus allatras et mordes in theatroCada día arrimas los zuecos á Belerofonte, y no cesas de fatigarle corriendo, como había escrito contra ti el doctísimo cordobés, á cuyos versos, que han de ser admirados por la posteridad, can, más que cano, ladras y muerdes en el teatro.