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Actualizado: 26 de mayo de 2025


Se dirigió hacia el Borne, ancha avenida que es el centro de Palma, antiguo torrente que en otros tiempos separaba la ciudad en dos villas y dos bandos enemigos: Can Amunt y Can Avall. Allí encontraría un coche que le llevase a Valldemosa.

Trev., d. a. 1227. Synod. Avevion., a. 1209, can. 17. Salisb., a. 1274, cap. 17. Utroject., a. 1293, can. 12. Conc. Germ. Coll., ed. Schannat, auxit Harzheim; 1760, III, pág. 529, y IV, 17. Tiraboschi, IV, pág. 423. Muratori, Script. rer. Ital., tomo VIII, pág. 365. Gavanti, Thesaur. sacr. rit., tomo I, págs. 495 y 500 del Apéndice de Merato.

Queria arremeter el can rabioso, Y en esto dos pelotas le tiraron; La popa nos volvieron sin reposo Las faunas, y espantados nos dejaron, Que con un dulce canto armonioso A priesa de nosotros se apartaron, Y á muchos el sentido enternecieron, Y en un punto de vista se perdieron.

En su firme deseo de suprimir el martirio del tiempo, de alejarse de una vida sin objeto inmediato, acabó por dormirse y despertó a media tarde, cuando el sol empezaba a descender lentamente, más allá de la línea de islotes, entre una lluvia de oro pálido que parecía dar a las aguas un azul más intenso y profundo. Al bajar a Can Mallorquí vio cerrada la alquería. ¡Nadie!

Los hombres negros apenas contestaron, pero le fueron siguiendo largo rato con sus ojos, que tenían el brillo y la transparencia del agua sobre sus rostros tiznados. Seguramente los solitarios del monte sabían ya lo ocurrido la noche anterior en Can Mallorquí, y se asombraban viendo al señor de la torre marchar solo, como si desafiase a sus enemigos, creyéndose invulnerable.

Pensó que Can Mallorquí estaba muy cerca, y tal vez Margalida, trémula y pegada a un ventanuco, escuchaba estos aullidos frente a la torre, donde estaba un hombre medroso oyéndolos también, pero encerrado como si fuese sordo. No; no más. Arrojó esta vez definitivamente el libro sobre la mesa, y luego, por instinto, sin saber ciertamente lo que hacía, sopló la llama de la vela.

Cuando Febrer estuvo en la cumbre vio al músico sentado en una piedra detrás de la torre y contemplando el mar. Era un atlot al que había encontrado algunas veces en Can Mallorquí, la casa de su antiguo arrendatario Pep. Tenía apoyado en un muslo el tamboril ibicenco, pequeño tambor pintado de azul con flores y ramajes dorados.

Veía difícil que el dueño de Can Mallorquí aceptase como yerno a Pere el Ferrer. Nada malo podía decir el viejo de él; aceptaba su fama como una honra para el pueblo. La isla no sólo tenía hombres bravos en «las fieras de San Juan»; también San José podía enorgullecerse de mozos valientes que habían sufrido duras pruebas.

«¡Flor de almendro!...» Bonito nombre. Y animado por la aprobación del señor, el atlot siguió hablando. «Flor de almendro» era Margalida, la hija del siñó Pep de Can Mallorquí.

Al verse Febrer en una pieza de Can Mallorquí, tendido en una cama alta tal vez la cama de Margalida , fue dándose cuenta de lo ocurrido poco antes. Había llegado por su pie a la alquería, apoyado en Pep y su hijo, sintiendo a sus espaldas unas manos de simpático tacto que parecían temblar.

Palabra del Dia

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