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A los árboles frutales, el alto almendro y la chaparra higuera de amplia copa, sucedían las sabinas y los pinos retorcidos por los vientos de la costa. Al detenerse Febrer un instante y mirar atrás, vio a sus pies Can Mallorquí como unos dados blancos escapados del cubilete de una roca vecina al mar. En la cúspide de esta roca erguíase como un agarrador la torre del Pirata.

«¡Flor de almendro!...» Bonito nombre. Y animado por la aprobación del señor, el atlot siguió hablando. «Flor de almendro» era Margalida, la hija del siñó Pep de Can Mallorquí.

Preocupábale otra cosa, aparte de la voluntad de Margalida. Mientras hablaba, su pensamiento iba hacia sus antiguos amigos, los atlots que cortejaban a «Flor de almendro». «¡Atención, señor! ¡Mucho ojo!...»

La mujer de Pep y su hijo pasaron insensiblemente delante de ellos, y al quedar solos los dos en la senda, acabaron por detenerse sin saber lo que hacían. ¡Margalida!... ¡«Flor de almendro»!... ¡Al diablo la timidez! Febrer se sintió arrogante y triunfador, como en sus buenos tiempos. ¿Por qué aquel miedo?... ¡Una payesa! ¡una chiquilla!...

Así lo determinaron en los primeros momentos, y echaron a correr pensando simultáneamente en cuál sería la mejor manera de matarse, de golpe y porrazo, sin sufrimiento alguno, y pasando en un tris a la región pura de las almas libres. Lejos de la calle del Almendro, se modificaron repentinamente sus ideas, y con perfecta concordancia pensaron cosas muy distintas de la muerte.

Don Salvador, en todos estos paseos campestres, llevaba siempre un libro. Se sentaron a descansar a la sombra de un almendro, y a la caída de la tarde regresaron al pueblo. Ya cerca de casa, don Salvador echó de menos el libro. ¡Ah! exclamó, me he dejado al pie del árbol mi precioso ejemplar de El libro de Job, parafraseado en verso por Fray Luís de León.

Para atenuar las horas tristes, sacaban fuerzas de flaqueza, alegrando con afectadas fantasmagorías los ratos de la noche, cuando se veían libres de acreedores molestos y de reclamaciones enfadosas. Fue preciso hacer nuevas mudanzas, buscando la baratura, y del Olmo pasaron al Saúco, y del Saúco al Almendro.

A poco de celebrarse las dos bodas, trasladose Doña Paca de la calle del Almendro a la Imperial, buscando siempre baraturas, que al fin y al cabo no le resolvían el problema de vivir sin recursos. Estos se habían reducido a cero, porque el resto disponible de la pensión apenas bastaba para tapar la boca a los acreedores menudos.

«¡Flor de almendro!...» Al oír la muchacha este nombre en boca del señor, el carmín de una expansión sanguínea ocultó momentáneamente la suave blancura de su tez... «¿Ya sabía don Jaime este nombre?... ¿Un señor como él se enteraba de tales tonterías?...» Febrer sólo vio ya la copa y las alas del sombrero de Margalida.

ESCRITA Por el Padre Juan Patricio Fernández, de la misma Compañía. SACADA A LUZ Por el Padre Geronimo Herrán, Procurador General de la misma Provincia. QUIEN LA DEDICA Al Serenissimo Señor Don Fernando, Príncipe de Asturias. Año 1726. En Madrid: Por Manuel Fernández, Impressor de Libros, vive en la Calle del Almendro. SE