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Vaya, no temas, muchacha, tu madre no ha oído nada, y esta noche, después del rosario, cuando tu abuelo te haya besado en la frente, trémula, inquieta, tus piececitos desflorarán el césped, y te detendrás veinte veces, conteniendo la respiración. Por fin, te sentarás, palpitante, al pie de ese bello almendro florido, cuyas hojas relucientes reflejarán la dulce claridad de la luna.

Todos los atlots quedaron en silencio, para que en el ambiente tranquilo resonasen las más leves palabras del forastero; pero Pep, adivinando esta intención, comenzó a hablar fuerte con su mujer y su hijo sobre trabajos que debían de realizar al día siguiente. ¡Margalida! ¡«Flor de almendro»!...

Su timidez y el respeto «al amo» le hacían vacilar, pero al fin se había decidido. El noviazgo de Margalida le tenía de mal humor. ¿Había estado muy regañón el viejo?... Queriendo esquivar Febrer estas preguntas, le hizo otras con cierta ansiedad. ¿Y «Flor de almendro»? ¿Qué decía cuando el Capellanet le hablaba de él? Se irguió el muchacho con petulancia, satisfecho de proteger al señor.

Ya decía yo bien. ¡Como hay Dios! ¡será una hermosa corrida! Entonces fueron los aullidos de alegría, los gritos de admiración convulsiva, gritos que hubieran resucitado a un muerto. ¡Bravo, toro! ¡bravo! gritaron todas las voces de la multitud... ¿Todas?... no, una sola faltó, la de la joven de la flor de almendro.

Pero él lo espera a pie firme, con la espada entre los dientes; le agarra uno de los cuernos y salta ágilmente por encima de él. ¡Bravo, mi digno matador, bravo! recoge la flor de almendro que tu amada te ha echado mientras juntaba las manos para aplaudirte. ¡Pero he aquí que el toro se revuelve! ¡Virgen del Carmen! ¡mala señal!

Del mismo modo pensaria en otros árboles, y de ninguno lo afirmaria con asenso hasta llegar al almendro. De otro modo le sucede á Ticio, que, paseando con serenidad de ánimo, ve á Crisias su mayor enemigo, que quiso tal vez en otro tiempo quitarle la vida, y la fama.

La voz de Febrer, como un susurro, acarició las orejas de la muchacha. Allí le tenía, para convencerla de que era amor, verdadero amor, lo que ella consideraba un capricho. Febrer no sabía aún ciertamente cómo había sido esto. Sentía un malestar en su soledad, un anhelo vago de cosas mejores, que tal vez estaban a su alcance, pero que él, en su ceguera, no podía reconocer, hasta que de pronto había visto claro dónde estaba la dicha... Y la dicha era ella. ¡Margalida! ¡«Flor de almendro»!

Jaime vio por primera vez en las evoluciones del baile a Margalida, que hasta entonces había permanecido oculta entre sus compañeras. ¡Hermosa «Flor de almendro»! Febrer la encontraba más bella al compararla con sus amigas, morenas y curtidas por el sol y el trabajo.

Amaba a Margalida, a la gentil «Flor de almendro»; estaba convencido de su pasión, e iría donde ella le arrastrase. Su propósito era hacer en adelante lo que le ordenara su voluntad, sin escrúpulos ni prejuicios. Bastante tiempo había sido esclavo de ellos. No; ni reflexión ni arrepentimiento. Amaba a Margalida, y era uno de sus pretendientes, con el mismo derecho que cualquier atlot de la isla.

En las faldas y planicies ondulosas del sistema jorático, innumerables plantaciones de tabaco, cereales, lino y cáñamo, plantas oleaginosas y medicinales, crias de excelentes caballos, y bellísimos bosques ó huertos de árboles frutales muy aprovechados, tales como la higuera, el almendro, el olivo, el castaño, el manzano y el nogal.