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Actualizado: 26 de junio de 2025
Margalida y su madre miraron a la puerta con cierto miedo. «¿Quién podría ser? ¡A aquellas horas, en aquella noche, en la soledad de Can Mallorquí!...¿Le habría ocurrido algo al señor?...» Pep, despertado por estos golpes, se incorporó en su asiento. «¡Avant qui siga!» Invitaba a entrar con una majestad de padre de familia al uso latino, señor absoluto de su casa. La puerta sólo estaba entornada.
Las muchachas del cuartón iban a burlarse de Margalida, regocijadas por este pretendiente extraño que rompía el orden de las costumbres. Los maliciosos tal vez iban a calumniar a Can Mallorquí, que tenía un pasado de honradez como la mejor familia de la isla.
La joven volvió también el rostro. Sus ojos se encontraron y sonrieron. Después, cogidos por los dedos, caminaron en silencio. Poco a poco iban acortando el paso. Al cruzar por delante de un caserío, les salió al encuentro un perro ladrando. Bastó que Andrés se bajara a coger una piedra para que el can se alejase. Este suceso les sirvió de tema para charlar algunos momentos.
En este fugaz despertar, que era semejante a la rápida visión luminosa de un respiradero en la lobreguez de un túnel, reconocía junto a su cara las caras afligidas de la familia de Can Mallorquí.
Su pensamiento es dejarse morir de hambre. ¿Y qué puedo hacer? Venir a suplicarle. No oirá mi voz. Es la sola que oirá.... ¡No puede ser que le deje morir solo, como un can! ¡Yo no sé qué hacer! ¿Qué le dice su corazón? ¡Me dice tantas cosas encontradas! ¿Y ninguna grita más fuerte? ¡Ah, sí! ¿Por qué no obedece esa voz. ¡Temo el pecado!...
El buen Pep, satisfecho de poder fingir una bravura sin límites a costa del respeto de los pretendientes de su hija, amontonaba bravata sobre bravata, hablando de matar al que faltase a lo convenido, mientras los atlots le escuchaban con la vista humilde y una mueca de ironía debajo de la nariz. El trato quedó cerrado. El jueves próximo sería la primera velada en Can Mallorquí.
El dueño de Can Mallorquí había dispuesto del porvenir de sus hijos rudamente, con esa energía del campesino que no repara en obstáculos cuando cree hacer el bien. Margalida se casaría con un payés, y para él serían las tierras y la casa. Pepet sería cura, lo que representaba una ascensión social de la familia, honor y fortuna para todos.
Caminaba Zadig inquieto y agitado, preocupado su ánimo con la malhadada Astarte, con el rey de Babilonia, can su fiel Cador, con el dichoso bandolero Arbogad, con aquella tan antojadiza muger que babian robado unos Babilonios en la frontera de Egipto, finalmente con todos los contratiempos y azares que habia sufrido. El pescador.
Habituado su oído a los rumores de la noche y a la respiración del mar, buscaba al través de éstos un roce, un indicio de que en aquella soledad había otros seres humanos aparte de él. Pasó mucho tiempo. A la luz del cigarro miró la esfera de su reloj. Las diez. Lejos sonaron ladridos, y Jaime creyó reconocer al perro de Can Mallorquí. Tal vez delataba el paso de alguien aproximándose a la torre.
¡Ahí lo tenéis arrepentido como un fraile, por lo mucho que hizo sufrir a la señora ama! ¿Y dejárase morir de hambre? Antes rabiará. ¡Ni que fuera can! ¡Tengo dolidas las manos! ¿Desgrana bien ese carozo, Rebola? Hace él solo la labor. Yo no atopo uno bueno.
Palabra del Dia
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