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El nieto de don Horacio sentía una especie de amor retrospectivo hacia aquella mujer extraordinaria. La veía como en los retratos de su juventud, con el rostro inexpresivo y los ojos profundos y enigmáticos bajo una cabellera suelta sin más adorno que una rosa en una sien. ¡Pobre Jorge Sand!

Acato la rica erudicion de un Thiers, de un Littré, de un Guizot; acato la vastísima ciencia del eminente Augusto Conte; acato la hechicera literatura de un Chateaubriand, de un De Lamartine, de un Balzac, de una Cotin, de un Víctor Hugo; acato y amo la poesía fácil, ingénua, encantadora del inspirado Beranger; acato el valeroso y fecundo arte, el pincel arrebatador del inmenso Horacio Vernet; acato con profunda veneracion á ese gran hombre, que ha dejado de ser pintor en el mundo para ser monarca de los espléndidos salones de Versalles; acato á ese Horacio Vernet, al humilde y modesto artista, que es más que Luis XIV en las régias salas de aquel opulento y maravilloso palacio; acato á esos genios de la Francia; no es mi ánimo negar que la Francia tenga sus genios; pero estúdiese aquí el organismo que el arte tiene; estúdiense con detencion y con cuidado sus manifestaciones generales, las manifestaciones del pueblo francés, y no podrá menos de llegarse á la conviccion más completa de la rigorosa exactitud de nuestros retratos.

Horacio Vernet era en mi juicio un maestro de buenos arranques, de osada concepcion, de detalles felices, un poeta social, no un arte nuevo, no una nueva escuela, no una grande trasformacion, no un grande genio, como usted le llama.

Para Horacio Vernet es el hombre; el hombre muerto en aquel campo de batalla; aquel hombre puesto boca abajo, solo, abandonado de todo el mundo, sin más testigos que una piedra, una mata y el cielo; aquel hombre muerto para la materia, lleno de vida y de verdad para el arte, para la moral y para el dogma; aquel hombre tan lleno de vida y de belleza, que aún estando difunto, que aún siendo cadáver, parece ser el habitador de aquel desierto, el genio imponente de aquella soledad.

Llegó un día en que no pudo abandonar la cama, y el nieto le vio entre sábanas, con el mismo aspecto de siempre, conservando la fina camisa de batista, la corbata, que el criado le cambiaba todos los días, y el chaleco de seda a flores. Cuando le anunciaban la visita de su nuera, don Horacio hacía un gesto de contrariedad. Jaimito: la levita... Es una señora, y hay que recibirla con decencia.

De manera que para que un hombre sea completo, es necesario que ignore la poesía, es decir, que desconozca al hombre moral; que no tenga el sentimiento de lo bello; que carezca de las facultades perceptivas de la armonía; que no haya leido ni á Homero, ni á Horacio, ni á Schiller, ni á Shakespeare, ni á Lope de Vega, ni á Lamartine, ni á Dante; que no conozca la historia literaria de los pueblos antiguos ó modernos; que no le ande sobrando la imaginacion, y que sea incapaz de crear séres de la nada en el silencio de la inspiracion.

Reservabas, sin embargo, tus mejores dones para los últimos días, y el 28 dijiste á la humanidad: «Ahí tienes á Rousseau» . En un solo día, el 29, ¡fecundidad asombrosa! hiciste tres obras maestras, que se llamaron: Rubens , Leopardi y Bastiat . El mundo insaciable pedía más, y el 30 le otorgaste un Emperador, Pedro el Grande , y un artista, Horacio Vernet .

Horacio Vernet es en pintura, lo que San Bernardo en religion, lo que San Agustin en moral, lo que Descartes en filosofía, lo que Bichat en ciencia, lo que Federico de Prusia en política, lo que Guttemberg y Colon en el invento, lo que el Dante en la poesía épica, lo que Petrarca en la poesía lírica, lo que Shakspeare en la dramática, lo que Cervantes en el romance y en la novela, lo que Bellini é Hyden en música, lo que Montgolfier, Vaucauson y Fulton en industria y comercio.

Entre paréntesis, se distinguen por su independencia en el vestir. Doña Malvina le hace las levitas a D. Horacio, y D. Horacio le arregla los sombreros a doña Malvina. Total, que estos inglesones lo entienden: no gastan un cuarto en sastres ni modistas. Pero voy al cuento. Los pastores se las tuvieron tiesas, y doña Guillermina más tiesas todavía.

Gentes futuras cantarán tu nombre, y al contemplar tu busto en el espacio dirán: "Fué un alto pensador, un hombre justo y tenaz como el varón de Horacio." Patria, que ves, gozosa, en tu sorpresa, los saltos de gigante de tu raza, y vives entre un iris de promesa y un nubarrón lejano de amenaza;