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Actualizado: 22 de junio de 2025


Uno de esos grandes artistas, de esos creadores, de esos personajes de la historia; uno de esos grandes obreros del gran taller, del taller cristiano, es el modesto, el retirado, el humilde, el glorioso Horacio Vernet.

¿Me hará Su Excelencia el gusto de decirme, repuso Candido, si no le tiene muy grande en la lectura de Horacio?

Horacio Vernet llora por aquel hombre desamparado; Horacio Vernet le da sepultura, le da tierra sagrada; le hace esa última y suprema piedad; Horacio Vernet da al mundo una lágrima para que la vierta sobre esa tumba, esa tumba que él ha construido en ese cuadro, por que ese cuadro es una sepultura cristiana, la violeta que nace al pié de una cruz, el ciprés que se eleva en medio de una soledad: ¿y á eso llamais gentilidad, protestantismo, revolucion? ¿Enterrar á un cristiano insepulto es revolucion, protestantismo, gentilidad?

Su mujer, instada por él para que se trasladase a Madrid, no quiso abandonar la isla. ¡Ir ella a la corte! ¿Y su hijo, que casi acababa de nacer?... Don Horacio, cada vez más enjuto y más débil, pero siempre erguido en su eterna levita nueva, seguía dando el paseo diario, ajustando su vida a la marcha del reloj del Ayuntamiento.

«Trae al muchacho ardiente, y á las Gracias, la ropa desceñida, y á Mercurio elocuente, y de ninfas seguida la Juventud sin no apetecida»; pero, en cuanto Horacio entra á ver á Glícera, con todo este cortejo, nos da con la puerta en los hocicos, y acaba la oda, sin que nos cante ni nos deje ver lo que pasa dentro. Ya nos lo presumimos.

Buscó un hombre que en un tiempo había formado parte de su partida y que después entró, arrepentido, en nuestro Monasterio, un tal fray Horacio, y le entregó la ermita para que la cuidara, pero sin decirle nada sobre el túnel secreto y sus cavernas subterráneas.

Veíase en el venerable caserón de los Febrer con sus padres y su abuelo. Era hijo único. Su madre, una señora pálida, de belleza melancólica, había quedado enferma a consecuencia de su nacimiento. Don Horacio vivía en el segundo piso, en compañía de un viejo criado, como si fuese un huésped en la casa, mezclándose con la familia o aislándose de ella a su capricho.

»A los diez años ya sabía gramática, que yo le había enseñado; trasladaba al romance á Horacio y á Virgilio, y además mostraba gran afición á las armas.

Si es difícil trasladarse en espíritu á principios del siglo XVI sin salir de España, más lo es volar á Grecia ó á Italia no pocos siglos antes, y no por eso dejo de atreverme á decir que comprendo, estimo y admiro á Píndaro, á Horacio, á Virgilio, á Dante y al Petrarca.

Aquélla era su casa, y él un verdadero amigo deseoso de servirle. Si necesitaba su auxilio, podía mandar como quisiera. ¡Lo mismo que si fuese de la familia!... Todavía nombró una vez más a don Horacio, recordando su antigua amistad. Luego le invitó a que almorzase con ellos dos días después, sin acordarse para nada de su hermano.

Palabra del Dia

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