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Van ya publicados en ella escritos de Schopenhauer y de Baltasar Gracián, y se anuncian como en prensa, varios de Nietzsche, Ibn Geribol, Emerson, Leopardi, Vives, Stiner y otros, tan opuestos en sus ideas que de lo menos que podemos acusar al editor es de parcialidad, antes bien aparece dotado de un sincretismo que nos inspira simpatía.

En el viaje Desde Toledo a Madrid, del maestro Tirso de Molina, apenas había caminado legua y media y llegado a las ventas de Olías, cuando exclama la melindrosa Doña Mayor: nunca imaginé que era tan largo el mundo. En cambio, el egregio poeta Leopardi prorrumpe en amargos lamentos porque el mundo le parece muy chico.

Leopardi y Bécquer son los cultos de la adolescencia sentimental de Rafael Delgado. En 1881, a los veintiocho años, leía estudios sobre ambos poetas desamparados, en la «Sociedad Sánchez Oropeza» de Orizaba. El protagonista de Angelina confiesa que sabe de memoria versos de Justo Sierra y prosas de Altamirano. Pero también conoce algunas quejas de esa generación mexicana de grandes clásicos.

Gener que Bartrina no vale más en el concepto que se forma de él, después de leída su semblanza, que en el concepto que de Bartrina teníamos formado antes de dicha lectura. Tal vez sea más claro el primer concepto. Yo, al menos, no puedo conciliar que Bartrina se parezca al mismo tiempo al sencillo, elegante, sincero y clásico Leopardi y al afectadísimo, falso y extravagante Baudelaire.

Las luchas, las alegrías, los dolores de estos pobres diablos que nos movemos por la tierra, ¡qué valor tienen, qué significan ante la paz augusta de los cielos! Para ellos lo mismo pesa la caída de un imperio que la de una hoja, lo mismo suena el suspiro de una niña enamorada que el estertor de un moribundo. «La naturaleza es sorda dijo el gran Leopardi y no sabe compadecer

La fundadora hizo entonces una observación humorística. Dirigiéndose a las dos, les dijo: «¿Oyen ustedes ese trombón que toca la marcha real?». En efecto, se oía bien clara, aunque lejana, la marcha real tocada con verdadero frenesí por Leopardi, que en la repetición le ponía un lujo escandaloso de mordentes y apoyaturas.

Claros ejemplos de tales diatribas, fundadas en sentencias como las que rezan: quien bien te quiere te hará llorar, y la letra con sangre entra, han dado en Italia, para libertarla del yugo extranjero y hacerla una, no pocos egregios italianos como Parini, Giusti y Leopardi, avergonzándola y maltratándola de palabra, ora en prosa, ora en verso.

Muchas señoras extranjeras la buscan para colocar flores en la sepultura de un jorobadito que hacía versos: el conde Giacomo Leopardi. El silencio con que acogían estas explicaciones los dos clientes le hizo abandonar su oratoria maquinal para fijarse en ellos. El señor le había tomado una mano á la señora y se la apretaba hablando en voz muy baja.

Había uno perdido al juego la mesadita de 30 ó 40 duros que le enviaba su papá; había estudiado tan poco, que había salido suspenso y le habían dejado para el cursillo; la hija de la pupilera, o la pupilera misma, le había plantado y preferido a otro huésped; en cualquiera de estos casos, o de otros por el estilo, leer o hacer versos desesperados a lo Byron, a lo Leopardi o a lo Espronceda, era un desahogo, con el cual se quedaba sereno el vate o genio en agraz, y comía luego con más apetito que nunca.

Leopardi es ateo, y está desesperado de no tener Dios; Manzoni es un progresista católico; Carducci celebra á Satanás, aborrece á Cristo y cree que el mundo prospera porque el cristianismo acaba; Quintana es un volteriano que pone como hoja de peregil á Felipe II; el duque de Frías se deshace en elogios del rey prudente, y muchos de nuestros poetas mejores, aunque, como Espronceda, sean progresistas en prosa, se lamentan en verso de la funesta manía de pensar y entienden que Dios los castiga porque han querido averiguar muchas cosas que son inaveriguables.