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La noche había sido de emociones en Can Mallorquí. Pep había dado de palos a su hijo: lo quiso matar, ciego de ira, teniendo que interponerse entre los dos Margalida y su madre. La sonrisa del atlot había vuelto a reaparecer. Hablaba con orgullo de los palos que llevaba recibidos sin que le arrancasen un grito.

Y esta certidumbre le hacía sonreír, como algo inesperado y gracioso. ¡Qué don Jaime! Muy honrados él y su familia por esta muestra de aprecio a los de Can Mallorquí. Lo malo era para la muchacha, que se engreiría, imaginándose ya digna de un príncipe, no queriendo aceptar a ningún payés. No puede ser, señor. ¿No comprende usted que no puede ser?... Yo también he sido joven y lo que es esto.

Anduvo cuesta abajo, por entre los grupos de tamariscos, que movían en la obscuridad sus masas ondeantes, con una mano metida en la faja y acariciando la culata del revólver. ¡Nadie! Al llegar al porche de Can Mallorquí lo encontró lleno de atlots que aguardaban de pie o sentados en los poyos a que la familia acabase su cena en la cocina.

Los hombres negros apenas contestaron, pero le fueron siguiendo largo rato con sus ojos, que tenían el brillo y la transparencia del agua sobre sus rostros tiznados. Seguramente los solitarios del monte sabían ya lo ocurrido la noche anterior en Can Mallorquí, y se asombraban viendo al señor de la torre marchar solo, como si desafiase a sus enemigos, creyéndose invulnerable.

Estos personajes omnipotentes, tras un descanso en Can Mallorquí, habían subido a la torre, mirándolo todo, escudriñándolo todo, corriendo el terreno como si quisieran tomar medidas, obligándole a él, ¡al Capellanet!, a que se tendiese en el sitio en que habían encontrado a don Jaime, adoptando su misma postura.

Al verse Febrer en una pieza de Can Mallorquí, tendido en una cama alta tal vez la cama de Margalida , fue dándose cuenta de lo ocurrido poco antes. Había llegado por su pie a la alquería, apoyado en Pep y su hijo, sintiendo a sus espaldas unas manos de simpático tacto que parecían temblar.

Este galanteo nada tenía de extraordinario dentro de las costumbres de la isla, pero no obstante, producía en Febrer sorda cólera, como si viese en él un atentado y un despojo. La invasión de Can Mallorquí por la atloteria bravucona y enamorada mirábala como un insulto.

Un grupo de atlots separándose del corro que rodeaba al poeta, pareció deliberar y se aproximó luego adonde estaban los hombres graves. Venían en busca del siñó Pep el de Can Mallorquí, para hablar con él de asuntos importantes. Volvían la espalda con desprecio a su amigo el Cantó, un infeliz que no servía para otra cosa que para dedicar trovos a las atlotas.

Jaime hizo un gesto de extrañeza, prestando mayor atención a las palabras de Pep. Este se expresó con cierta timidez, embarullándose en sus palabras. Los almendros eran la mejor riqueza de Can Mallorquí. El año anterior la cosecha había sido buena, y éste no se presentaba mal. Se vendía a buen precio a los patrones, que la embarcaban para Palma y Barcelona.

Jaime se levantó contento, y al deshacer la barricada de muebles que obstruía la puerta, rio algo avergonzado de su precaución, considerándola casi una cobardía. Las mujeres de Can Mallorquí le habían trastornado con su miedo. ¡Quién podía venir a buscarle en la torre, sabiendo que estaba alerta y lo recibiría a tiros!