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Los rústicos proyectiles, a impulsos de un brazo débil, no llegaron a hacer la mitad de su camino. Luego, irritado por la despectiva serenidad de Febrer, que seguía adelante, el atlot, prorrumpió en amenazas. ¡Mataría al mallorquín! lo declaraba a gritos. ¡Que todos supiesen que él juraba el exterminio de este hombre! Jaime sonrió tristemente ante estas amenazas.

Jaime sonreía al escuchar las protestas del atlot contra su destino. En toda la isla no existía otro centro de enseñanza que el Seminario, y los payeses y patrones de barca que deseaban para sus hijos una suerte mejor los llevaban a él. ¡Los curas de Ibiza!... Muchos de ellos, mientras seguían sus estudios, tomaban parte en los cortejos, usando cuchillo y pistolete.

La noche anterior, en un momento de calma, cuando Pep descansaba en su cocina con el brazo fatigado y el gesto triste del padre que acaba de pegar fuerte, el atlot, rascándose los golpes, había propuesto un arreglo.

Yo también, cuando era atlot, pensaba muchas veces que vendría a pedirme en matrimonio la más rica de Ibiza, una muchacha que no sabía quién pudiera ser, pero hermosa como la Virgen y con campos tan grandes como la mitad de la isla... Son cosas de los pocos años.

Cuando se decidía a trabajar, fabricaba las más hermosas pistolas que se conocían en los campos de Ibiza. Pepet enumeraba su trabajo. Le enviaban de la Península cañones viejos de escopeta lo viejo inspiraba respeto al atlot y los montaba a su modo en culatas de pistola esculpidas con bárbara fantasía, añadiendo a la obra prolijos adornos de plata.

Cuando Febrer estuvo en la cumbre vio al músico sentado en una piedra detrás de la torre y contemplando el mar. Era un atlot al que había encontrado algunas veces en Can Mallorquí, la casa de su antiguo arrendatario Pep. Tenía apoyado en un muslo el tamboril ibicenco, pequeño tambor pintado de azul con flores y ramajes dorados.

El travieso atlot quedó frente a su pareja, moza arrogante y fea, de rudas manos, pelo aceitoso y cara negra, que le llevaba de estatura casi toda la cabeza. El muchacho protestó, encarándose con los músicos. Nada de llarga; quería bailar la curta. La «larga» y la «corta» eran los dos únicos bailes de la isla.

La pobre muchacha se había incorporado en la cama, encendiendo el candil; a su luz la había visto el atlot, con el rostro pálido y unos ojos de loca.

Cuando el payés se levantó para marcharse, Febrer, que estaba junto a la puerta, distinguió cerca de la alquería al Capellanet, y esto trajo a su memoria el deseo del muchacho. Si a Pep no le molestaba su petición, podía dejar al atlot para que le acompañase en la torre. Pero el padre acogió su ruego ásperamente. No, don Jaime. Si necesitaba compañía, allí estaba él, que era un hombre.

El atlot hablaba de él con desprecio. Aquel gallina no podía darse el lujo de matar a un hombre. ¡Todo farsa! Otras veces, al abrir el herido sus ojos, veía la figura inmóvil y acurrucada de la mujer de Pep mirándolo fijamente con sus pupilas sin expresión, moviendo los labios como si rezase, interrumpiendo este silabeo mudo con suspiros profundos.