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Indiferente a su ruina el inglés, más sacaba cuanto más perdía, y todo lo que de sus bolsillos se trasegó al montón, venía después del montón a visitar los míos, que se asombraban de una abundancia jamás por ellos conocida. La función no concluyó sino cuando lord Gray no dio más de , acabándose la tertulia.

Y aún pasan días continuaba la Teodora antes de que los novios se junten de verdad. Mientras están con los padres, tienen vergüenza y duermen separados. Sólo cuando ponen su casa se deciden a acostarse juntos. Las famosas flores blancas asombraban a Feli, haciéndola seguir con atención las indicaciones de la Catañeta.

¡No había en la multitud un alma que armonizara con la mía, y envidiaba de corazón a los cabos y sargentos que de nada se asombraban y parecían saberlo todo, no sabiendo nada en realidad, y a los soldados como yo, a quienes no les preocupaba lo que ignoraban, sino lo poco que sabían y tenían el coraje de estar alegres y de reír!

Los hombres negros apenas contestaron, pero le fueron siguiendo largo rato con sus ojos, que tenían el brillo y la transparencia del agua sobre sus rostros tiznados. Seguramente los solitarios del monte sabían ya lo ocurrido la noche anterior en Can Mallorquí, y se asombraban viendo al señor de la torre marchar solo, como si desafiase a sus enemigos, creyéndose invulnerable.

Pero cuando estaba cerca de ella, el rubor desaparecía y sentía en su interior audacias que le asombraban. Ya no se conformaba con esperar que Tónica fuese a la tienda de Las Tres Rosas.

Todos cuantos en el mundo tenían obligación de socorrerme, me habían empujado para colocarme allí: nada podía esperar de ellos; a lo lejos, sólo veía curiosos que se asombraban de mis resistencias y se reían de mis vacilaciones; abajo, en el fondo del precipicio, la algazara de las mujeres que me habían precedido en la caída; en derredor de , envolviéndome, asfixiándome como anillos de serpiente, una atmósfera de insanos elementos, narcótica, enervante; sobre la atmósfera, sobre , sobre el mundo entero, allá en lo Alto, donde debía de existir un código de moral como yo le presentía cuando me dejaba gobernar por mis propios instintos, inclinados a lo menos corrompido, ya que no a lo más honrado..., nada tampoco que viniera en mi auxilio... El Dios que a me habían hecho conocer en mi casa era «un caballero anciano, de muy buena sociedad»; algo serio por razón de su jerarquía, pero muy fino, muy complaciente y de una moral muy elástica; dispuesto siempre a incomodarse con la gente de poco más o menos, pero incapaz de faltar en lo más mínimo a las señoras del gran mundo que le honraban confesándole de vez en cuando y en los ratitos que las dejaban libres sus devaneos de hembras «eximias» del género humano...; un señor, en fin, por el estilo de mi difunto padre, aunque quizás no tan elocuente ni de tan distinguido porte como él... ¡Y nadie ni nada más a donde volver los ojos!

El paso de cada torreón deslumbrante era acogido con un grito general: «¡Esto es carne!...» Poco después decían á coro: «¡Esto es tomate!...» Transcurridos unos minutos, afirmaban á gritos: «¡Ahora son guisantes!» y todos se asombraban de que un ser en figura de persona, aunque fuese un coloso, pudiera alimentarse con tales materias que esparcían un hedor insufrible para ellos, casi igual al que denuncia la putrefacción.

En cada ventana había acumulado la Marquesa flores en tiestos, jardineras, jarrones japoneses, más o menos auténticos y contrastaban los colores vivos y metálicos de esta exposición de flores con los severos tonos del nogal mate que asombraban el artesonado del techo y se mostraban en molduras y tableros de los grandes armarios corridos, de cristales, que rodeaban el comedor en todo el espacio que dejaban libres los huecos y un gran sofá arrimado a un testero.

Echaban de menos mis pulmones el aire rico y puro de la montaña, cuando se henchían del espeso y mal oliente de los grandes centros recreativos atestados de luces y de gentes; y andaba con la cabeza muy alta aun por los sitios más espaciosos, por la costumbre de buscar la luz por encima de los montes; antojábanseme las calles hormigueros y no viendo en ellas más que las obras y los fines de la ambición humana, cuando elevaba mi vista más allá de los aleros que asombraban la rendija de la calle, no descubría siempre la imagen de Dios, o la veía menos grande que la que me reflejaban forzosamente los gigantescos picachos de Tablanca en cuanto clavaba mis ojos en ellos.

Y los militares más viejos y más expertos en la vida se asombraban al pensar en el mundo de los Hombres-Montañas: un mundo absurdo, donde los sexos están lamentablemente invertidos, y son los hombres los que buscan á las mujeres, no sintiendo rubor ni deseos de huir cuando las mujeres se muestran á ellos en toda su desnudez. Donde se ve cómo unos pigmeos bigotudos intentaron asesinar al gigante