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¿Conocía don Jaime al Cantó, un atlot malucho del pecho, que no trabajaba y pasaba los días tendido a la sombra de los árboles, golpeando el tamboril y mascullando versos?... Era un blanco cordero, una gallina, con ojos y piel de mujer, incapaz de hacer frente a nadie. También éste pretendía a Margalida; pero el Capellanet juraba meterle el tamboril por el cogote antes que aceptarlo como cuñado...

Algo extraordinario distrajo a Febrer de estos pensamientos. Seguían sonando la flauta, el tamboril y las castañolas, saltaban los danzarines, giraban las atlotas, pero en los ojos de todos brillaba una mirada de alarma inteligente, una expresión de solidaridad defensiva. Los viejos cesaban en su conversación, mirando hacia la parte que ocupaban las mujeres. «¿Qué es? ¿qué esEl Capellanet corría por entre las parejas, hablando al oído de los bailarines.

Al día siguiente, al subir el Capellanet a la torre para llevar la comida a don Jaime, éste le hacía preguntas sobre lo ocurrido en la noche anterior. Escuchando al muchacho, se imaginaba Febrer todos los accidentes del galanteo. La familia cenaba de prisa, al anochecer, para estar pronta a la ceremonia.

Esta certeza entusiasmó al Capellanet. Necesitaba ir armado para poder mezclarse con los hombres. Su casa iba a verse frecuentada por los atlots más valerosos de la isla. Margalida era ya moza e iba a comenzar el festeig. El siñó Pep había sido rogado por los atlots con objeto de que fijase día y hora para la visita de los cortejantes.

En una de estas calles había visto Febrer el Seminario, casa larga, de blancas paredes, con las ventanas cubiertas de rejas lo mismo que una cárcel. El Capellanet, al recordarla, poníase grave, borrándose de su rostro achocolatado el blanco marfil de la sonrisa. ¡Qué mes había pasado allí!

No dijo más el Capellanet, pero Febrer adivinó las palabras que el buen payés debía haber lanzado contra él. Olvidaba, a impulsos de la cólera, su antiguo respeto; sentíase enfurecido por la perturbación que acarreaba a la familia con su presencia. El muchacho volvió a la alquería mascullando propósitos vengativos, jurándose no ir al Seminario, aunque ignoraba el modo de conseguirlo.

El hombre del tricornio acabó por sonreír bajo el duro bigote y llamó a su camarada. dijo, designándole al muchacho registra a este verro. Debe ser de cuidado. El Capellanet, perdonando el tono zumbón del enemigo, estiró los brazos todo cuanto pudo para que nadie dejase de enterarse de su importancia.

Era el Capellanet, que le hablaba misteriosamente al oído al mismo tiempo que señalaba con un dedo... Aquél era Pere el Ferrer, el famoso verro. Y designaba a un mozo de estatura menos que mediana, pero arrogante y jactancioso en su actitud. Los atlots se agrupaban en torno del héroe.

Al abrir el herido los ojos era de noche, eternamente de noche, como si el globo viviese condenado a interminables tinieblas. Otras veces brillaba el sol siempre seguido, lo mismo que en los países árticos, sometidos al deslumbramiento irritante de un día de meses. En un despertar de estos encontró los ojos del Capellanet.

Febrer le dejó cantando la misa mientras terminaba su carenaje. En la torre encontró la cesta de su comida sobre la mesa. El Capellanet la había dejado sin esperar, obedeciendo sin duda a algún llamamiento urgente de su padre malhumorado. Después de comer volvió Jaime a contemplar los dos agujeros que los proyectiles habían abierto en el muro.