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Febrer siguió su camino sin volver la vista, deseoso de oír que alguien venía tras de sus pasos, tomando por misterioso arrastre de perseguidores los leves crujidos del ramaje de los tamariscos bajo la brisa nocturna. Al llegar al pie de la colina, donde los matorrales eran más espesos, se volvió, quedando inmóvil.

Después de atravesar los terrenos de cultivo, nos encontramos en plena Camargue montaraz. Lagunas y acequias brillan hasta perderse de vista entre los pastos y las salicarias. Bosquecillos de tamariscos y de cañas ondulan como un mar en calma. Ningún árbol elevado turba el aspecto liso, inmenso, de la llanura. Apriscos de ganado extienden de vez en cuando su baja techumbre casi a nivel del suelo.

La sorpresa le hizo incorporarse, avizorando con inquietud la negra y ondulante mancha de matorrales que se extendía ladera abajo. Este examen duró poco. Un culebreo rojo, una ondulación llameante y breve, seguida de una nubecilla y de un trueno, salió de entre los tamariscos, a corta distancia de él.

Había dejado a su madre y su hermana en mitad del camino, y oculto entre los tamariscos esperó a que su padre regresase de la torre. Sin duda el viejo quería hablar de cosas importantes con don Jaime; por esto los había alejado a todos, encargándose de llevar él mismo la comida. Hacía dos días que sólo hablaba en su casa de esta entrevista.

Anduvo cuesta abajo, por entre los grupos de tamariscos, que movían en la obscuridad sus masas ondeantes, con una mano metida en la faja y acariciando la culata del revólver. ¡Nadie! Al llegar al porche de Can Mallorquí lo encontró lleno de atlots que aguardaban de pie o sentados en los poyos a que la familia acabase su cena en la cocina.

Ya estaba cerca el enemigo: era posible que se arrastrase cautelosamente, fuera de la senda, entre las ramas de los tamariscos. Se incorporó, requiriendo la escopeta, buscando en su faja el revólver. Tan pronto como oyese un grito de reto o un temblor en la puerta, se echaba ventana abajo, y dando vuelta a la torre, cogía al enemigo por la espalda. Pasó más tiempo... ¡Nada!

Por fin me acomodo en el primer islote de tamariscos, o rincón de tierra seca, que encuentro. El guarda, en prueba de respetuosa consideración, permite que me acompañe su perro, un enorme perro de los Pirineos, con sus grandes lanas blancas, gran cazador y pescador inteligente, cuya presencia me intimida un poco.

Volvió a su silla y cogió el libro, sonriendo con una alegría forzada. ¡Grita, buen hombre! ¡chilla, aúca! Lo siento por ti, que puedes constiparte al fresco, mientras yo estoy tranquilo en mi casa. Pero esta conformidad burlona sólo era aparente. Volvió a sonar el aullido, ya no al pie de la escalera, sino algo más lejos, tal vez entre los tamariscos que cercaban la torre.

Sus pies se enredaron en las raíces de los tamariscos que el viento había dejado al descubierto, y se hundían en la arena como marañas de serpientes negras. Cada vez que un tropezón de éstos le hacía vacilar, obligándole a rudos tirones para seguir adelante, cada vez que una piedra rodaba o crujía, deteníase, conteniendo su respiración.

Jaime tuvo la sensación de que este grito venía de muy cerca, de que tal vez lo lanzaba alguien oculto en los grupos de tamariscos. Concentró su atención, y al poco rato el aullido volvió a sonar.