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Actualizado: 30 de septiembre de 2025


Desde que estaba en Can Mallorquí, todos parecían pendientes de sus mandatos, admirándolo como un personaje poderoso y jovial. Margalida ruborizábase con sus palabras y guiños, pero le quería al verle tan abnegado. Recordaba sus ojos llenos de lágrimas una noche en que todos creyeron que iba a morir don Jaime. Valls había llorado al mismo tiempo que mascullaba maldiciones.

Si el Cantó soltaba un domingo un interminable relato sobre la falsedad de las mujeres y lo caras que cuestan al hombre por su afición a los trapos, Margalida le respondía al otro domingo con un romance doblemente largo criticando la vanidad y el egoísmo de los hombres, y la turba de atlotas coreaba sus versos con cloqueos de entusiasmo, reconociendo la gloria de una vengadora en la muchacha de Can Mallorquí.

Necesitaba poner por testigo al Señor del cielo para expresar su turbación y su asombro. ¡Un Febrer queriendo casarse con la payesa de Can Mallorquí!... El mundo ya no era el mismo: parecían trastornadas todas sus leyes, como si el mar estuviera próximo a cubrir la isla y los almendros floreciesen en adelante sobre las olas. ¿Pero se había dado cuenta don Jaime de lo que significaba su deseo?...

Buscó en una bolsa otros cartuchos e introdujo dos en el doble cañón, guardándose los demás en los bolsillos. Eran con bala. ¡Caza mayor!... Colgóse la escopeta de un hombro y bajó la escalera de la torre silbando y con paso arrogante, como si su resolución le llenase de alegría. Al pasar cerca de Can Mallorquí, el perro salió a su encuentro con ladridos de regocijo.

Al Capellanet le faltó poco para arrodillarse ante Valls. ¡Y aún dicen en Palma si los chuetas son malos!... Bien se conocía que eran mallorquines los que hablaban: ¡gente injusta y orgullosa!... El capitán era un santo. Gracias a él, ya no iría al Seminario. Sería payés; Can Mallorquí quedaba para él.

La alegría de las recientes noticias volvió escéptico a Febrer. «Nadie se muere de amorLe costaría un gran esfuerzo abandonar aquella tierra al día siguiente; experimentaría honda tristeza al perder de vista la blancura africana de Can Mallorquí.

Al otro día apareció en la torre el muchacho de Can Mallorquí con aire misterioso. Tenía que contar a don Jaime cosas importantes. La tarde anterior, correteando en persecución de cierto pájaro por el pinar inmediato a la forja del Ferrer, había visto de lejos, bajo el cobertizo de la herrería, al verro hablando con el Cantó. ¿Y qué más? preguntó Febrer, extrañándose de que el muchacho callase.

Las muchachas del cuartón iban a burlarse de Margalida, regocijadas por este pretendiente extraño que rompía el orden de las costumbres. Los maliciosos tal vez iban a calumniar a Can Mallorquí, que tenía un pasado de honradez como la mejor familia de la isla.

Lo importante era que Margalida conociese lo que tantas veces había pensado él vagamente en el aislamiento de la torre, sin poder dar forma precisa a sus deseos. Continuó lentamente su camino, para no alcanzar a la familia de Can Mallorquí. Margalida se había reunido con su madre y su hermano. Los vio desde una altura, cuando el grupo caminaba ya por el valle con dirección a la alquería.

El viejo fortín de piedra era una ruina que lentamente iba deshaciéndose bajo los embates del tiempo y los soplos del mar. Los sillares caían de sus alvéolos; las almenas tenían las puntas roídas. Al vender Can Mallorquí, la torre había quedado fuera del contrato, tal vez por olvido, a causa de su inutilidad.

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