Vietnam or Thailand ? Vote for the TOP Country of the Week !
Actualizado: 30 de junio de 2025
Y él, en medio de su debilidad, latentes las sienes por el zumbido cerebral que acompaña al desvanecimiento, hacía esfuerzos para concentrar sus energías en las piernas, avanzando paso tras paso, con el temor de quedarse para siempre en el camino. ¡Qué interminable la bajada a Can Mallorquí!
Habituado su oído a los rumores de la noche y a la respiración del mar, buscaba al través de éstos un roce, un indicio de que en aquella soledad había otros seres humanos aparte de él. Pasó mucho tiempo. A la luz del cigarro miró la esfera de su reloj. Las diez. Lejos sonaron ladridos, y Jaime creyó reconocer al perro de Can Mallorquí. Tal vez delataba el paso de alguien aproximándose a la torre.
Las mujeres de Can Mallorquí le habían contado la noticia, y a aquellas horas circulaba por el cuartón, pero de oído en oído, como se debe hablar de estas cosas, sin que se enteren las gentes de la justicia, que sólo sirven para enredarlo todo. ¿Conque le habían buscado la noche anterior, aucándolo para que saliese de la torre?... ¡Ji, ji!
Más allá comenzaban las plantaciones de almendros, con su follaje de un verde fresco, y los añosos y retorcidos olivares, que extendían su leña negra con ramilletes de hojas de plateado gris. La casa, el Can Mallorquí, era una vivienda casi árabe, un grupo de construcciones cuadradas como dados, de techo plano y deslumbrante blancura.
Era Pep el de Can Mallorquí, lejano pariente del muerto, en esta isla donde todos se hallaban más o menos unidos por los cruces de la sangre. El vago parentesco, aunque le impulsaba a participar del dolor, no le había obligado a ponerse el jaique de las grandes solemnidades. Iba vestido de negro y se cubría con un manteo de ligera lana y un fieltro redondo, que le daban cierto aire eclesiástico.
Sintió la necesidad de provocar, de ser arrogante, de aparecer sereno y amenazador ante aquellos hombres, entre los cuales se ocultaban sus adversarios. Descolgó la escopeta, examinó sus cargas, se la echó al hombro y descendió de la torre, tomando el mismo camino de la tarde anterior. Al pasar junto a Can Mallorquí, los ladridos del perro hicieron salir a la puerta a Margalida y su madre.
Pep Arabi, de Ibiza... Pero esto mismo no decía gran cosa, pues en la isla sólo existen seis o siete apellidos, y Arabi eran una cuarta parte de sus habitantes. Se explicaría mejor. Pep de Can Mallorquí. Febrer sonrió. ¡Ah, Can Mallorquí! Un pobre predio de Ibiza donde él había pasado un año siendo muchacho: la única herencia de su madre. Hacía doce años que Can Mallorquí no era suyo.
Pensó que Can Mallorquí estaba muy cerca, y tal vez Margalida, trémula y pegada a un ventanuco, escuchaba estos aullidos frente a la torre, donde estaba un hombre medroso oyéndolos también, pero encerrado como si fuese sordo. No; no más. Arrojó esta vez definitivamente el libro sobre la mesa, y luego, por instinto, sin saber ciertamente lo que hacía, sopló la llama de la vela.
El payés de Can Mallorquí, al reconocer al señor, hizo un gesto de asombro. «¡Allí él esperando con los otros, como un simple pretendiente, sin atreverse a entrar en una casa que era suya!...» Febrer contestó con un encogimiento de hombros. Quería hacer lo mismo que los demás. Se imaginaba que de este modo le sería más fácil conseguir sus deseos.
Febrer torció su marcha, evitando aproximarse a Can Mallorquí. Fue hacia la torre del Pirata, pero al llegar cerca de ella continuó su camino, no deteniéndose hasta el mar. La costa de roca, que parecía cortada a pico sobre las aguas, estaba quebrantada por el embate de éstas durante siglos y siglos.
Palabra del Dia
Otros Mirando