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Debo declarar, sin merecer a mi juicio el reproche de escéptico, que fundo hoy poca importancia en esta cuestión de garantías, tratados que se lleva el viento cuando hincha la vela de los intereses . Y en ese rumbo de positivismo marcha hoy el espíritu humano; los publicistas gritan, pero la Europa se encoge de hombros cuando Wolseley echa mano del Canal de Suez, y en obsequio de una operación militar interrumpe el tránsito, no a la bandera insurreccional de Arabí, sino al comercio universal.

Pep Arabi, de Ibiza... Pero esto mismo no decía gran cosa, pues en la isla sólo existen seis o siete apellidos, y Arabi eran una cuarta parte de sus habitantes. Se explicaría mejor. Pep de Can Mallorquí. Febrer sonrió. ¡Ah, Can Mallorquí! Un pobre predio de Ibiza donde él había pasado un año siendo muchacho: la única herencia de su madre. Hacía doce años que Can Mallorquí no era suyo.

Su llegada había asombrado a Pep Arabi, todavía ocupado en relatar a parientes y amigos su estupenda aventura, su inaudito atrevimiento, el reciente viaje a Mallorca con los atlots, la estancia en Palma de unas horas, y su visita al palacio de los Febrer, lugar encantado que guardaba cuanto en el mundo puede existir de señorial y lujoso. Las rudas declaraciones de Jaime asombraron menos al payés.

Hacía varios años que Pep había satisfecho su deuda, y sin embargo, aquellas buenas gentes seguían llamándole amo, y al verle ahora sentían la impresión del que se halla en presencia de un ser superior. Pep Arabi fue presentando a su familia. La atlota era la mayor, y se llamaba Margalida: una verdadera mujer, aunque sólo tenía diez y siete años. El atlot, que era casi un hombre, contaba trece.