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Madó asintió con un movimiento de cabeza, rompiendo a hablar en su lenguaje mallorquín. Muy duro, ¿verdad?... Aquel pan no podía compararse con los panecillos que comía el señor en el Casino; mas la culpa no era de ella. Pensaba haber amasado el día anterior, pero no tenía harina y estaba esperando que el payés de Son Febrer trajese su tributo. ¡Las gentes ingratas y olvidadizas!...

Su llegada había asombrado a Pep Arabi, todavía ocupado en relatar a parientes y amigos su estupenda aventura, su inaudito atrevimiento, el reciente viaje a Mallorca con los atlots, la estancia en Palma de unas horas, y su visita al palacio de los Febrer, lugar encantado que guardaba cuanto en el mundo puede existir de señorial y lujoso. Las rudas declaraciones de Jaime asombraron menos al payés.

Todo el respeto depositado en el alma del payés durante largos años de servidumbre a la noble familia, la veneración religiosa que le habían infundido sus padres cuando de niño veía llegar a los señores de Mallorca, renacieron ahora, protestando de este absurdo como de algo contrario a las costumbres humanas y la divina voluntad.

Su mujer y Margalida habían ido otra vez a la ermita de los Cubells: el muchacho las acompañaba. Comió Febrer con buen apetito, por haber pasado la mañana en el mar desde que rompió el día; pero el aire grave del payés acabó por preocuparle. Pep: quieres decirme algo y no te atreves dijo Jaime en dialecto ibicenco. Así es, señor.

El carro de un payés le llevó hasta cerca de San José, y al separarse de él emprendió la marcha por el monte, pasando entre pinares encorvados por las grandes tormentas. El cielo estaba nebuloso; la atmósfera era cálida y pesada. De vez en cuando caían gruesas gotas, pero antes de que las nubes pudieran fijar su lluvia, una ráfaga parecía barrerlas hacia los confines del horizonte.

A las nueve, al dirigirse al Casino, vio a la puerta de la calle, en un café del Borne, a su amigo Toni Clapés, el contrabandista. Era un hombretón de rostro afeitado y carilleno, con traje de payés. Parecía un cura del campo vestido de labriego para pasar la noche en Palma.

El payés de Can Mallorquí, al reconocer al señor, hizo un gesto de asombro. «¡Allí él esperando con los otros, como un simple pretendiente, sin atreverse a entrar en una casa que era suya!...» Febrer contestó con un encogimiento de hombros. Quería hacer lo mismo que los demás. Se imaginaba que de este modo le sería más fácil conseguir sus deseos.

Pensaban en las ciudades jóvenes del otro continente, y al fin vendían sus bienes o los regalaban a la familia, embarcándose para no volver más. Indignábase Pep contra la tenacidad de su hijo, que se empeñaba en continuar siendo payés. Hablaba de matarlo, como si lo viese en un camino de perdición.

Febrer, desconcertado por las vehemencias cariñosas del payés y la curiosidad respetuosa de sus dos hijos, plantados ante él, no acertaba a coordinar sus recuerdos. El buen hombre adivinó este olvido en su mirada indecisa. ¿De veras que no le reconocía?

Quedamos en que quiero a Margalida, y voy a su cortejo con el mismo derecho que cualquier muchacho de la isla. Hay que respetar los usos antiguos. Y sonrió ante el gesto malhumorado del payés. Pep movía la cabeza en señal de protesta, repitiendo que aquello era imposible.