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Una especie de sarcófago elevábase entre estos adornos, y en él se leía en antigua letra española: «El Inquisidor Decano don Jaime FebrerEl pacífico mallorquín que al volver a su casa encontraba esta cartulina de visita debía sentir un espeluznamiento de terror.

El catalán terminaba hablando tristemente de la decadencia de la marina mediterránea: combates aislados con los berberiscos de galera á galera; expediciones inútiles á la costa de África; hazañas de Barceló, el marino mallorquín; navegaciones comerciales en polacras, tartanas, pingües, londros, laúdes y canarios.

Cuando había epidemia en los puertos de África, las autoridades de la isla, impotentes para guardar un litoral extenso, llamaban a Toni, apelando a su patriotismo de mallorquín, y el contrabandista prometía cesar momentáneamente en sus navegaciones o cargaba en otro punto para evitar el contagio.

Los rústicos proyectiles, a impulsos de un brazo débil, no llegaron a hacer la mitad de su camino. Luego, irritado por la despectiva serenidad de Febrer, que seguía adelante, el atlot, prorrumpió en amenazas. ¡Mataría al mallorquín! lo declaraba a gritos. ¡Que todos supiesen que él juraba el exterminio de este hombre! Jaime sonrió tristemente ante estas amenazas.

Madó asintió con un movimiento de cabeza, rompiendo a hablar en su lenguaje mallorquín. Muy duro, ¿verdad?... Aquel pan no podía compararse con los panecillos que comía el señor en el Casino; mas la culpa no era de ella. Pensaba haber amasado el día anterior, pero no tenía harina y estaba esperando que el payés de Son Febrer trajese su tributo. ¡Las gentes ingratas y olvidadizas!...

Las actuaciones del proceso iban a ser cortas. Al único que se habían llevado a Ibiza para meterlo en la cárcel era al Cantó, por sus amenazas y mentiras. Intentaba hacer creer que era él quien había ido en busca del odiado mallorquín; ensalzaba al verro como una víctima inocente; pero de un momento a otro le pondría en libertad la justicia, cansada de sus trapacerías y embustes.

Parecía que algo fúnebre pesaba sobre ellos, obligándolos a permanecer en silencio, con la vista baja y los labios apretados, como si en la habitación inmediata hubiese un muerto. Era la presencia del extraño, del intruso, ajeno a su clase y sus costumbres. ¡Maldito mallorquín!... Cuando hubieron pasado todos los mozos por la silla inmediata a Margalida, el señor se levantó.

Salían las muchachas a bailar, sacadas por los mozos, y Margalida permanecía al lado de su madre, contemplada codiciosamente por todos, pero sin que nadie osase avanzar para invitarla. El mallorquín sintió renacer en él las aficiones camorristas de su primera juventud.

Le veían del brazo por las calles con mujeres de llamativo lujo; la gente bravia que frecuenta las timbas guardaba grandes respetos al «mallorquín de las onzas» por su fuerza y su coraje. Contaban que una noche había agarrado a cierto matón, levantándolo en vilo con sus brazos de atleta para arrojarlo por una ventana. Y los mallorquines pacíficos, al oír esto, sonreían con un orgullo de localidad.

Si un batallón mallorquín recibía orden de marchar a España en caso de guerra, los soldados se amotinaban, salían del cuartel y saqueaban «la calle». Cuando las reacciones sucedían en España a las revoluciones, los realistas, para celebrar su triunfo, asaltaban las platerías de los chuetas, se apoderaban de sus riquezas y hacían hogueras con los muebles, arrojando a las llamas hasta los crucifijos... ¡Crucifijos de antiguo judío, que forzosamente habían de ser falsos!