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Actualizado: 20 de junio de 2025
Ya no era «el mallorquín de las onzas». El depósito de redondeles de oro guardado por su madre se había extinguido; pero arrojaba los billetes pródigamente en las mesas de juego, y cuando venía «la mala» escribía a su administrador, un abogado hijo de una familia de antiguos mossons, dependientes de los Febrer desde hacía siglos. Se cansó de Madrid, donde se consideraba casi un extranjero.
Seguía repicando el tamboril, sonaba la flauta, tableteaban las enormes castañuelas, pero ninguna pareja se lanzaba al centro de la plaza. Los atlots parecían consultarse con indecisión, como si todos temiesen ser los primeros. Además, la inesperada presencia del señor mallorquín intimidaba a las vergonzosas muchachas. Jaime sintió que le tocaban en un codo.
Se mataban entre ellos, siempre por asuntos de amor, pero el forastero era respetado, con el mismo escrúpulo tradicional que muestra el árabe por el hombre que pide hospitalidad bajo su tienda. El Cantó parecía avergonzado de que el señor mallorquín le hubiese sorprendido junto a su casa, en un terreno que era suyo. Balbuceaba excusas.
Debía volver a acostarse... Hubo una larga pausa, como si el enemigo, al escuchar los crujimientos del jergón, esperase que el habitante de la torre fuera a salir de un momento a otro. Pero transcurrió algún tiempo, y la voz ronca e injuriosa volvió a sonar en la calma de la noche. Le llamaba cobarde otra vez; invitaba a salir al mallorquín. «Sal, hijo de...»
¡El capitán Antonio Riquer!... Un héroe de la isla de Ibiza, un marino tan grande como Barceló... Pero como Barceló era mallorquín y el otro ibicenco, todos los honores y los grados habían sido para aquél. Si hubiese justicia, debía tragarse el mar a la isla orgullosa, madrastra de Ibiza. De pronto, el viejo recordaba que Febrer era mallorquín, y permanecía en confuso silencio por unos instantes.
Palabra del Dia
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