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Era sabido que una lluvia de luz carmesí indicaba una epidemia. Dudamos mucho que haya acontecido algo notable en la Nueva Inglaterra, desde los primeros días de su colonización hasta el tiempo de la guerra de la Independencia, de que los habitantes no hubieran tenido un previo aviso merced á un espectáculo de esta naturaleza.

Al ver Sola que pasaba un día y otro, que arreciaba la epidemia, que se cometían asesinatos horrorosos a ciencia y paciencia de las autoridades, pareciole que el Universo se descuajaba, que la máquina social y física del mundo se hacía pedazos, y que por jamás de los jamases se vería al lado de su legítimo dueño y consorte.

Sabía que estaba malo, y basta. Cuando un padre padece, la hija no debe cantar. ¡Una mujer cuya conducta obligó al pobre de su marido a huir e irse a morir de vergüenza allá en las Indias!... Murió de la epidemia observó el veterano.

Preocupadas ya con esto las autoridades locales y temiendo que aquella epidemia perruna fuese contagiosa y pusiese en peligro al vecindario, el buen Asistente, que lo era á la sazón don Ramón Larrumbe, dirigióse á la Sociedad de Medicina en 26 de Mayo, á fin de que este Cuerpo interviniera en el asunto, y, examinando detenidamente á los canes atacados, informase del riesgo que pudiera ofrecer á la salud pública.

Moviendo su cabeza con aire de incredulidad, cantó estas palabras: A no me emboban. Esto no es epidemia que venga de las Asias, sino malos quereres. ¿Y a qué llama malos quereres, buena mujer? preguntó Gracián riendo, no tan fuerte como el subdiácono, que soltó una carcajada.

Y uno solo de estos organismos infinitesimales, bastaba para matar una criatura humana, para diezmar con la epidemia una nación. ¿Por qué no habían de influir los hombres, microbios del infinito, en aquel universo, en cuyo seno quedaba la fuerza de su personalidad?... Después, el revolucionario parecía dudar de sus palabras, arrepentirse de ellas.

Estas apreciaciones de carácter general, sugeridas por una situación especialísima de la raza española, las aplico a las cosas literarias, pues en este terreno estamos más necesitados que en otro alguno de prevenirnos contra la terrible epidemia.

Había explotado una fulminante epidemia de rabia. Una hora antes acababan de perseguir a un perro en el pueblo. Un peón había tenido tiempo de asestarle un machetazo en la oreja, y el animal, babeando, el hocico en tierra y el rabo entre las patas delanteras, había cruzado por nuestro camino, mordiendo a un potrillo y un chancho que halló en el trayecto. Más noticias aún.

Así que me he puesto fuera de su alcance, saliendo de una casa que dominaban y viviendo entre gentes que les desprecian, nada pueden contra . Aislados nada valen: pero hay que temerles allí donde les ayuda la imbecilidad, donde la gente va hacia ellos. ¿Cómo te explicaré lo que pienso? Son como los microbios, que nada valen, y, sin embargo, llegan á producir una epidemia.

Así, la gente baja vive de una manera deplorable. Hay cuartos estrechos en que duermen cinco o seis personas por tierra; la bondad de aquel clima, fuerte y sano, salva sólo a la ciudad de una epidemia.