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Hasta las criadas que acompañaban a las niñas emprendían peleas, asumiendo los odios y preocupaciones de sus amos. También en las escuelas de niños los chuetas salían antes, huyendo de las pedradas y correazos de los cristianos viejos.

Vi en la existencia de los judíos convertidos de Mallorca, de los llamados chuetas, una novela futura. Luego, al volver a la Península, me detuve en Ibiza, sintiéndome igualmente interesado por las costumbres tradicionales de este pueblo de marinos y agricultores, en lucha incesante durante mil quinientos años con todos los piratas del Mediterráneo.

Al Capellanet le faltó poco para arrodillarse ante Valls. ¡Y aún dicen en Palma si los chuetas son malos!... Bien se conocía que eran mallorquines los que hablaban: ¡gente injusta y orgullosa!... El capitán era un santo. Gracias a él, ya no iría al Seminario. Sería payés; Can Mallorquí quedaba para él.

Unos chuetas fueron quemados, otros sufrieron azotes, otros salieron únicamente a la vergüenza con caperuza pintada de diablos y vela verde en la mano; pero todos vieron por igual confiscados sus bienes, y el Santo Tribunal se enriqueció.

Los conventos cerraban las puertas a toda novicia procedente de «la calle». Las hijas de los chuetas se casaban en la Península con hombres notables o de gran fortuna, pero en la isla apenas encontraban quien aceptase su mano y sus riquezas.

Todas las circunstancias eran buenas para atropellar a las gentes de «la calle». Cuando los payeses tenían agravios con los nobles y bajaban los foráneos en bandas armadas contra los ciudadanos de Palma, el conflicto se resolvía asaltando unos y otros el barrio de los chuetas, matando a los que no huían y robando sus tiendas.

Los otros chuetas, atemorizados por varios siglos de persecución y menosprecio, ocultaban su origen o procuraban hacerlo olvidar con su mansedumbre. El capitán Valls aprovechaba todas las ocasiones para hablar de él, ostentándolo como un título de nobleza, como un reto que lanzaba a la general preocupación.

Y el marino reía hablando de los pobres payeses del campo, que hasta pocos años antes afirmaban de buena fe que los chuetas estaban cubiertos de grasa y tenían rabo, aprovechando la ocasión de encontrar solo a un niño de «la calle» para desnudarlo y convencerse de si era cierto lo del apéndice caudal.

Los chuetas de ahora, los únicos mallorquines de origen judío conocido, eran los descendientes de los últimos convertidos, los nietos de las familias en las que se había ensañado la Inquisición. Ser chueta, proceder de la calle de la Platería, a la que se llamaba por antonomasia «la calle», era la peor desgracia que le podía ocurrir a un mallorquín.

Pensaba en los chuetas, que, según la opinión popular, no eran lo mismo que las otras personas; seres de miseria sórdida y contacto viscoso, que debían ocultar terribles deformidades. ¿Quién podía afirmarle que Catalina era igual a las otras mujeres?... Al momento pensaba en Pablo Valls, tan alegre y generoso, superior por sus cualidades a casi todos los amigos que él tenía en la isla.