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Madó Antonia le había contado también este milagro, pero en versos mallorquines, en un sencillo romance que respiraba la cándida credulidad de los siglos aficionados a lo maravilloso. El santo, embarcado en su manto, ponía el bordón por mástil y el capuchón por vela. Un viento de Dios soplaba sobre la extraña nave, y en pocas horas, el siervo del Señor iba de Mallorca a Barcelona.

Al fin, un calavera olvidado de la religión y las buenas costumbres, que había derrochado lo que restaba de la fortuna de su casa. ¿Qué iban a decir sus ilustres parientes? ¡Qué vergüenza la de su tía doña Juana, aquella noble señora la más santa y linajuda de la isla a la que, unos por burla y otros por exceso de veneración, llamaban «la Papisa»! Adiós, madó... Al anochecer estaré de vuelta.

Es un inválido: se ve muy viejo... Sólo Madó, que no sabe en realidad lo que desea, puede fijarse en él. Además, se considera pobre. Por primera vez recuerda con cierta satisfacción la herencia que le ha dejado Alicia.

Y con gran escándalo de su madre y de madó Antonia, que al asomarse le creían loco, permanecía echado de bruces y disparaba en esta posición, amaestrándose «para cuando le hiriesen». Pero como era hombre cortés, incapaz de injustas provocaciones, y su aspecto imponía respeto a los insolentes, transcurría el tiempo y el lance no llegaba.

Tal vez hasta lo del casamiento era mentira... No, madó. Me caso con una chueta... Me caso con la hija de don Benito Valls. Para eso iré hoy a Valldemosa. La voz apagada de Jaime, sus ojos bajos, el acento tímido con que susurró tales palabras, quitaron toda duda a la sirviente. Quedó ésta con la boca abierta, los brazos caídos, sin fuerzas para levantar las manos ni los ojos.

Cuando era pequeño y madó Antonia le acompañaba en sus paseos por la costa de Sóller, se habían entretenido muchas veces dando cuerpo y nombre, con un esfuerzo de imaginación, a las nubes que se juntaban o se esparcían en una incesante variedad de formas, viendo en ellas tan pronto un monstruo negruzco de inflamadas fauces como una virgen entre celestes resplandores.

Huirá del pobre coronel, á causa de Madó. ¡Que otros se encarguen de su infortunio!... Se instalará en Niza, en una pensión rusa que dirige una gran dama empobrecida. Hablarán por las noches de los tiempos en que ella era rica, hermosa y deseada; de los bailes de la corte de Petersburgo, en los que tantas veces danzaron juntos.

Esto hace que tropiece con los ojos de Madó, la señora de Toledo; unos ojos que consideran sin duda más interesante al príncipe Lubimoff bigotudo, avejentado y con uniforme, que cuando era el elegante amo de sus padres. ¡Pobre coronel!... Y huye de la mirada tentadora, de la boca carnuda y purpúrea que parece desafiarle al sonreir.

¡Será joven! afirmó la vieja, para sacar más noticias a su señor. , joven; mucho más joven que yo; demasiado joven: unos veintidós años. Poco me falta para poder ser su padre. Madó hizo un gesto de protesta. Don Jaime era el hombre más guapo de la isla.

Febrer dio por terminada la entrevista, ordenando a Pep y a los suyos que fuesen a su casa. El payés conocía de antiguo a madó Antonia, y la vieja tendría mucho gusto en verle. Comerían con ella lo que tuviese. Ya les vería al anochecer, cuando volviese de Valldemosa. «¡Adiós, Pep! ¡Adiós, atlots