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Arrojando el cadáver por una ventana sobre los asaltantes, descalabraban a otro y perseguían a pedradas al tercero, como esforzadas nietas de los honderos mallorquines. ¡Ah, las valentas dònas, las esforzadas hembras de Can Tamany!

Indudablemente, detrás de los mallorquines nobles y plebeyos venían en orden de consideración los cerdos, los perros, los asnos, los gatos, las ratas... y a la cola de todas estas bestias del Señor, el odiado vecino de «la calle», el chueta, paria de la isla. Nada importaba que fuese rico, como el hermano del capitán Valls, o inteligente, como otros.

Madó Antonia le había contado también este milagro, pero en versos mallorquines, en un sencillo romance que respiraba la cándida credulidad de los siglos aficionados a lo maravilloso. El santo, embarcado en su manto, ponía el bordón por mástil y el capuchón por vela. Un viento de Dios soplaba sobre la extraña nave, y en pocas horas, el siervo del Señor iba de Mallorca a Barcelona.

Haced que el pueblo vascongado ocupe la Grecia ó la Italia, y le vereis emprendedor siempre, siempre atareado, siempre moviéndose y realizándose en todas las esferas de su actividad. ¿Por qué? Porque los vascongados y los catalanes, así como los mallorquines, tienen más elemento germánico, más raza scita, más hábitos de aquel elemento, más tradiciones de aquella raza.

Los chuetas de ahora, los únicos mallorquines de origen judío conocido, eran los descendientes de los últimos convertidos, los nietos de las familias en las que se había ensañado la Inquisición. Ser chueta, proceder de la calle de la Platería, a la que se llamaba por antonomasia «la calle», era la peor desgracia que le podía ocurrir a un mallorquín.

Al Capellanet le faltó poco para arrodillarse ante Valls. ¡Y aún dicen en Palma si los chuetas son malos!... Bien se conocía que eran mallorquines los que hablaban: ¡gente injusta y orgullosa!... El capitán era un santo. Gracias a él, ya no iría al Seminario. Sería payés; Can Mallorquí quedaba para él.

Monarcas famosos, al pasar por Mallorca, habían salido del alcázar de la Almudaina para visitar a los Febrer en su palacio. Unos habían sido almirantes de las flotas del rey; otros, gobernantes de lejanos territorios; algunos dormían el sueño eterno en la catedral de La Valette con otros ilustres mallorquines, y Jaime había contemplado sus tumbas en una visita a Malta.

Mallorca acogía con fiestas mitológicas al señor de las Españas y las Indias, de Alemania e Italia, gotoso ya, y roído por otras dolencias. La mejor nobleza de Castilla seguía al Emperador en esta santa empresa, alojándose en las casas de los caballeros mallorquines.

Mientras tanto, la tempestad destruía ciento sesenta buques, y el resto de la flota tenía que refugiarse detrás del cabo Matifux. Los más de los nobles opinaban por una retirada inmediata. Hernán Cortés, el conde de Alcaudete, gobernador de Oran, y los caballeros mallorquines, con los Febrer a la cabeza, pedían que se pusiera en salvo el Emperador y dejase al ejército continuar solo la empresa.

Al ver a aquellas gentes que hacían sonreír a los mallorquines como si fuesen extranjeros, Jaime sonrió también, mirando con interés sus trajes y figuras. Eran, indudablemente, un padre con su hija y su hijo. El campesino calzaba alpargatas blancas, sobre las que caía la ancha campana de un pantalón de pana azul.