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El Ferrer, con sus pretensiones de artista, sólo trabajaba cuando tenía que reparar una escopeta, transformar un viejo trabuco de chispa en arma de pistón, o fabricar aquellas pistolas con adornos de plata que admiraban al Capellanet. Deseaba éste verle preferido por su hermana; que el verro entrase en su familia con sus asombrosas habilidades.

Arma salida de sus manos podía cargarse hasta la boca, sin miedo a que reventase. Pero otra circunstancia más importante aumentaba su admiración por el Ferrer. Lo declaró en voz baja, con un tono de misterio y respeto: El Ferrer és un verro. ¡Un verro!... Jaime quedó pensativo unos instantes, coordinando sus recuerdos sobre las costumbres de la isla.

Durante el camino rumiaba Febrer proyectos de ataque. Estaba resuelto a una acción inmediata. Apenas saliese el verro a la puerta de su casa, le dispararía los dos tiros de la escopeta.

Las actuaciones del proceso iban a ser cortas. Al único que se habían llevado a Ibiza para meterlo en la cárcel era al Cantó, por sus amenazas y mentiras. Intentaba hacer creer que era él quien había ido en busca del odiado mallorquín; ensalzaba al verro como una víctima inocente; pero de un momento a otro le pondría en libertad la justicia, cansada de sus trapacerías y embustes.

Su silueta destacábase sobre la blancura del sendero a la luz vagorosa de las estrellas. Tenía el revólver en la diestra, apretando nerviosamente la culata, acariciando el gatillo con un dedo febril, ansioso de disparar. ¡Ay! ¿no le seguiría alguien? ¿no aparecería el verro o cualquiera de los otros enemigos?... Transcurrió el tiempo sin que nadie se presentase.

Pep habló al oído del señor en voz queda, con acento de admiración. «Aquellas gentes del tricornio sabían más que el diablo. No registrando al verro le inferían un insulto.

Las sospechas se dirigirían inmediatamente contra el Cantó, recordando la cuestión ocurrida en la alquería y sus palabras de venganza. Con esto y con prepararse el verro una coartada, trasladándose a todo correr por los atajos a algún punto lejano donde todos le viesen, le sería fácil cumplir su venganza, sin peligro.

Los versos los había inventado el otro, pero la intención era del malicioso verro. Este le había sugerido la idea de que insultase a don Jaime en pleno cortejo, contando con la seguridad de que no dejaría impune el agravio. Ya veía claro el muchacho el verdadero motivo de la entrevista de los dos cortejantes que él había sorprendido en el monte.

Al otro día apareció en la torre el muchacho de Can Mallorquí con aire misterioso. Tenía que contar a don Jaime cosas importantes. La tarde anterior, correteando en persecución de cierto pájaro por el pinar inmediato a la forja del Ferrer, había visto de lejos, bajo el cobertizo de la herrería, al verro hablando con el Cantó. ¿Y qué más? preguntó Febrer, extrañándose de que el muchacho callase.

Y a continuación, con una tristeza de grande hombre que pierde el tiempo sin dar la medida de su valor, dijo bajando los ojos: Cuando mi abuelo tenía mi edad, cuentan que ya era verro y metía miedo a toda la isla.