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Al acercársele los robustos legos para obedecer las órdenes del abad, desapareció toda la placidez del novicio, que asió con ambas manos el pesado reclinatorio de roble y levantándolo en alto como una maza, gritó con voz potente: ¡Teneos! ¡Juro por San Jorge que al primero de vosotros que ose tocarme le rompo la cabeza en mil pedazos!

Acaso el recuerdo de un amor malogrado le oprimía el corazón. Observé que por sus mejillas exangües y marchitas rodaban gruesas lágrimas, dos lágrimas seniles, de esas que no se pueden contener. La enferma buscó un pañuelo que tenía en el regazo, y levantándolo difícilmente, con la única mano que tenía expedita, se enjugó los ojos.

Le veían del brazo por las calles con mujeres de llamativo lujo; la gente bravia que frecuenta las timbas guardaba grandes respetos al «mallorquín de las onzas» por su fuerza y su coraje. Contaban que una noche había agarrado a cierto matón, levantándolo en vilo con sus brazos de atleta para arrojarlo por una ventana. Y los mallorquines pacíficos, al oír esto, sonreían con un orgullo de localidad.

El canónigo tomolo respetuosamente en la mano, y levantándolo hasta el morado rayo de sol que entraba a través de la vidriera, comenzó a decir, como alguien que delira: ¡Cuántas veces una aparición de alquiceles en el horizonte le habrá hecho batir el ijar, heroica y sanguinaria! He aquí, Ramiro, el emblema de la caballería, el blasón de la bota y la sonaja del honor.

Debajo del gorro blanco flotaban graciosos y abundantes rizos negros, una boca fresca y alegre sonreía, unos ojos muy grandes y habladores hacían gestos, unos brazos robustos y bien torneados, blancos y macizos, rematados por manos de muñeca, mostraban, levantándolo por encima del gorro, un pollo pelado, que palpitaba con las ansias de la muerte; del pico caían gotas de sangre.

Dicen que una vez, habiendo caminado a gatas más allá de su corral o cercado de ramas de pino entrelazadas que rodeaban su cuna, se cayó de cabeza por encima del banquillo, en la tierra blanda, y permaneció con las encogidas piernas al aire, por lo menos, cinco minutos, con una gravedad y un estoicismo admirables, levantándolo sin una queja.

Juanón y otros compañeros envolvieron el cadáver en una sábano, levantándolo de su lecho de harapos. Aún pesaba menos que en el momento de la muerte. Era, según decían aquellos hombres, una pluma, una arista de paja. Parecía que con la vida se hubiese evaporado toda la materia, no dejando más que lo envoltura, que apenas si marcaba un ligerísimo bulto en el lienzo arrollado.

Soltó un taco madrugador y cogió el guante con dos dedos, levantándolo hasta los ojos. ¿Quién diablos ha andado aquí? preguntó a las auras matutinas. Guardó el guante en un bolsillo, recogió las semillas que no había llevado el viento, y con gran cuidado volvió a escoger y separar los granos. Se trataba de una singularísima especie de pensamientos monocromos, invención suya.

Los devotos aplaudieron, presintiendo la piedad del marinero: iba á salvar á la Virgen. Cuando su barca estuvo cerca de la imagen, cesó de manejar el remo, y, levantándolo en alto, después de mirar á ambas orillas, dió con él un golpe tremendo á la Virgen, que desapareció en un remolino de agua para no flotar más.

Despojeme del paletó, que entregué a no quién, como un torero que tira la capa al tendido; hice lo mismo con el sombrero; metí los dedos por el cabello, a guisa de escarpidor, levantándolo y ahuecándolo lindamente, y, por último, aparecí en la plataforma alzada al efecto en el salón. Y fui saludado por una salva de aplausos.