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La enferma animábase también con la presencia de los compañeros de trabajo, aquellos gañanes que antes de comer su gazpacho de la noche pasaban un momento ante ella, esforzándose por infundirla ánimo con rudas palabras. El temible Juanón la hablaba todas las noches, proponiendo curaciones enérgicas, propias de su carácter: lo que necesitas es comer, chiquiya; trajelar.

Y reanudaron el canto y el palmoteo con nuevos bríos. Un gañán ofreció una copa de aguardiente a Juanón, que la rechazó con su manaza. Eso es lo que nos pierde dijo sentenciosamente. La bebía mardita. Y apoyado por los gestos de aprobación del Maestrico, que había guardado sus avíos de escribir para unirse al grupo, Juanón anatematizó la embriaguez.

Aquella gente miserable lo olvidaba todo cuando bebía. Si llegaban a sentirse hombres alguna vez, no tendrían los ricos más que abrir las puertas de sus bodegas para vencerlos. Muchos en el grupo protestaron de las palabras de Juanón. ¿Qué podía hacer un pobre sino beber, para olvidar su miseria?

Adelante, Juanón. ¡Pa lo que vale la vida!... Marchaban silenciosos, con la cabeza baja, como si fuesen a embestir a la ciudad. Trotaban cual si deseasen salir lo antes posible de la incertidumbre que les acompañaba en su carrera. El Madrileño explicaba su plan. A la cárcel seguidamente: a sacar a los compañeros presos. Allí se les uniría la tropa.

Algunas muchachas, de sueltos ademanes, avanzaban cautelosas, con paso de gatas, hasta confundirse con los grupos de los mozos, chillando cuando éstos las ofrecían una copa después de innumerables pellizcos y restregones de brutal deseo. Salvatierra escuchaba a Juanón, un antiguo camarada que trabajaba en el cortijo y había hecho el viaje a Jerez, sólo por verle cuando llegó del presidio.

¡El que sea hombre, y tenga vergüenza, que me siga! continuó Juanón a grandes gritos, sin saber ciertamente adonde conducir a los compañeros. Pero a pesar de sus llamamientos a la virilidad y la vergüenza, la mayor parte de los reunidos se hacía atrás instintivamente. Un rumor de desconfianza, de inmensa decepción, elevábase de la muchedumbre.

Juanón daba patadas de impaciencia. ¿Pero y Salvatierra? ¿Dónde estaba don Fernando?... El Madrileño no le había visto, pero sabía, le habían dicho, que estaba en Jerez aguardando la entrada de la gente. También sabía, o más bien, le habían dicho, que la tropa estaría con ellos. La guardia de la cárcel andaba en el ajo.

Fermín llegó a temer que el atleta cayese navaja en mano sobre sus compañeros. ¡Aonde ir con estos brutos! rugía Juanón. Premita Dios u el demonio que nos cojan a todos y nos ajorquen... Y a el primero, por bestia; por haber creído que servíais pa algo. El desdichado hombretón se alejó, queriendo evitar un choque con sus feroces camaradas.

Una podadera le había abierto el cráneo, rompiendo los huesos. Los brutos parecían satisfechos de su obra. Mialo decía uno de ellos. ¡El aprendiz de burgués! Se muere como un pollo... Ya vendrán luego los maestros. Juanón prorrumpió en blasfemias. ¿Esto era todo lo que sabían hacer? ¡Cobardes!

Y herido en su arrogancia, miraba con aire de reto a Juanón y a los más bravos, llevando preparada la navaja en un bolsillo de la chaqueta, siempre a punto de caer sobre ellos, a la más leve provocación. Para demostrar que no tenía miedo a una gente ansiosa por dar salida a los antiguos rencores contra el vigilante de su trabajo, Rafael intentaba justificar al amo. Fue una groma.