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Era un tipo esencialmente madrileño; masa que el tiempo y la fortuna modelan a su antojo con las suaves líneas de la dama o con los rasgos graciosamente duros de la chula. Hasta la voz indicaba en ella el germen de este dualismo: unas veces su timbre hería desagradablemente el oído, otras lo halagaba con singular dulzura. Ven, Leo, vamos a traer a papá dijo desde el gabinete doña Manuela.

Tiene razón el buen hombre exclamó á poco rato el bonachón madrileño. El infeliz no tendrá, tal vez, comida para mañana; y de él no ha salido la idea de hacerme reo de semejante delito.... Llámale, Silvestre, que voy á gratificarle.... No te apures, hombre de Dios; yo los conozco mejor que ... y no son tan suaves como aparentan.

Así es que a semejanza de los socios de un club madrileño, hablaban a gritos en su palco, conversaban con los cómicos a veces, decían galanterías o desvergüenzas a coristas y bailarinas, y se burlaban de los grandes ideales románticos que pasaban por la escena, mal vestidos, pero llenos de poesía.

Pero, ¡ah!, la factura de sus novelas será muy notable; mas no tanto como la de aquellos arroces, dorados y humeantes, devorados fieramente, bajo el alegre cielo madrileño, en amable cordialidad, en aquellos buenos días que retornan del fondo de lo pasado perfumados de alegría y de juventud. Perdonadme, respetables señores, estas fugas sentimentales y pintorescas.

El caso había sido muy sencillo: un madrileño que nos conocía de vista, pero que no nos trataba, nos vió llegar á la Estación; el madrileño se lo dijo á un compañero suyo de oficina, que era amigo mío; el amigo mío, que sabía mi intimidad con Losada, fué á casa de éste en nuestra busca; Losada envió en seguida recado al Chantre y á Villar y Macías, y organizóse en el acto una batida general por todas las fondas y casas de pupilos, comenzando por el Hôtel del Comercio.

No se le ocultaba al mísero que Rosa le despreciaba más a medida que iba gustando el trato del jovencito madrileño.

Subió el joven madrileño malhumorado y cabizbajo el repechito que le quedaba hasta la casa de su tío, y mientras se iba acercando lentamente a ella, no dejaba de preguntarse con alguna inquietud: « ¿Por qué habrá querido sonsacarme ese berganteLa idea que Andrés había formado, por rumores y conjeturas más que por experiencia, del meloso D. Jaime, era la adecuada.

He indicado como lo más seguro que la fundación de dicho estanque débese a la conveniencia de infundir en el espíritu del pueblo madrileño ciertas tendencias poéticas y naturalistas. Ningún orden de la naturaleza se ha escapado a su beneficiosa gestión.

Nació en plena corrupción colonial, cuando era Cuba mártir, el vertedero de todo lo podrido, el refugio de todos los estorbos, de todos los hambrientos y desocupados de España, cuando era nuestra tierra, el criadero de una milicia viciosa y enfermiza, robada a la Agricultura y a la Industria de su país; cuando era esta ciudad, jardín de América hoy, corral blando y holgado de Capitanes Generales infecundos, logreros e imperiosos; cuando la bandera roja y gualda flotaba sobre nuestra casa y a su sombra los cubanos estaban condenados a perpetua cobardía y los españoles autorizados para enriquecerse y engordar sus vicios insolentes; cuando el criollo moría en la miseria y el peninsular paseaba satisfecho en el carruaje comprado con el oro que manaba del crimen; cuando había más cárceles que escuelas, y el látigo infamante chasqueaba sobre las espaldas de los hombres de una raza tan necesitada de justicia como la nuestra; cuando el cubano que no se sometía a servir de celestino al pisaverde madrileño que lo solicitara, iba a purgar su osadía en el presidio; cuando el talento de los nativos dormía echado bajo la bota del déspota ceñudo, y la capa torera sobre los hombros y la cinta de hule en el sombrero, eran los únicos pasaportes de honor y las únicas cédulas de vida, verdaderas.

De los condenados a muerte, dos eran los asesinos del jovenzuelo del escritorio: los otros tres iban al suplicio en clase de peligrosos, por hablar, por amenazar, por creer fieramente que tenían derecho en el mundo a una parte de felicidad. Mucha gente guiñaba los ojos con malicia al saber que el Madrileño, el iniciador de la entrada en la ciudad, sólo iba a presidio por algunos años.