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Actualizado: 8 de junio de 2025
Con cualquiera de estos contratiempos concluía el apasionado madrileño por sacudirse la ropa y marcharse punzado, aturdido y tiznado en busca de otro lugar no menos bonito, aunque más cómodo. ¡Oh magnificencia! exclamaba una vez contemplando un nuevo sitio; ¡esto excede á la más sublime creación del más sublime de todos los poetas; á la región del más tierno pastor de cuantos ha creado la poesía!
Admitiendo esto como cierto, fácilmente puede ser comprendida y apreciada la personalidad de don Juan de Todellas, caballero madrileño y contemporáneo nuestro, cuya manía consiste en cortejar y seducir el mayor número posible de mujeres, con una circunstancia característica: y es, que así como hay quien se deleita y entusiasma con las ciencias, no en razón de las verdades que demuestran, sino en proporción del esfuerzo que ha menester su estudio, así don Juan, más que en poseer y gozar beldades, se complace en atraerlas y rendirlas; por donde, luego de lograda la victoria, viene a pecar de olvidadizo y despegado, entrándosele al alma el hastío en el punto mismo de la posesión.
Al medio día la partida se alejó en la dirección marcada por el trazado de la vía férrea. Llegada la noche, Pateta y su compañero huyeron por los mismos senderos que a la mañana y con arreglo a las instrucciones de su compasiva salvadora, que encarándose con el madrileño dijo: Si no escapas, pues, tirarte tiros hasen.
Al cabo de media hora de discusión, el sargento tuvo que rendirse a la evidencia, pues no había motivo alguno que confirmase sus sospechas. El joven madrileño le manifestó que había llegado el día anterior en el vapor Carmen, que allí estaba, y a cuyo capitán podían preguntar si era verdad lo que decía: que estaba hospedado en casa de D. Valentín Vázquez, etc., etc.
Pepe no le vio; pero Pateta se fijó en él y hubo un momento en que, interrumpidos los disparos carlistas, el gatera madrileño, que iba trepando cuesta arriba como una alimaña del monte, oyó clara y distinta la voz de aquel hombre que, agitando furiosamente el sable, gritaba a los de la trinchera: ¡Quietos ahora! ¡quietos, y luego tirar a los oficiales!
Escribirle..... fuera jugar el todo..... por la nada, y además una impertinencia de marca mayor. La criada..... sería contraproducentem. «¡Presentado!.....» dirá algún madrileño. ¿Qué es presentar donde todos se conocen? ¡El padre de Amparo le tutea á Fidel, sin necesidad de presentaciones! ¡Ya se guardará el rapaz de meterse en semejantes dibujos!
Ya era este un polluelo con ínfulas de hombre cuando Estupiñá le llevaba a los Toros, iniciándole en los misterios del arte, que se preciaba de entender como buen madrileño. Fuera del platicar, Estupiñá no tenía ningún vicio, ni se juntó jamás con personas ordinarias y de baja estofa.
Cuando estalló la Revolución de Septiembre, Guimarán tuvo esperanzas de que el librepensamiento tomase vuelo. Pero nada. ¡Todo era hablar mal del clero! Se creó una sociedad de filósofos... y resultó espiritista; el jefe era un estudiante madrileño que se divertía en volver locos a unos cuantos zapateros y sastres.
Pero da por sentado que el público madrileño conoce las más salientes de ellas y presume las restantes; y a esto se atiene para considerar ocioso un trabajo más desleído, porque valor y resolución la sobran para echar a la calle todas esas barreduras de su conciencia.
Mas para el aficionado madrileño, el ver recibir un toro es una de esas ilusiones que jamás se realizan aunque vivan constantemente en el corazón: aguantar lo hacen varios toreros; pero recibir, lo que se llama recibir de verdad, no lo han hecho más que los héroes antiguos del toreo.
Palabra del Dia
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