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El honrado Guimarán daba media vuelta y se iba furioso, llena el alma de rencores y envidias pasajeras, y Frígilis seguía sonriendo y movía la cabeza a un lado y a otro. Si le preguntaban qué opinaba del Ateo, decía: «¿Quién, don Pompeyo? Es una buena persona. No sabe nada, pero tiene muy buen corazón». Guimarán juró tenía que parar en ello juró no poner jamás los pies en el Casino.

De día en día y de copa en copa avanzaba la impiedad en aquel espíritu; y llegó a creer que Jesucristo no era más que una constelación; disparate que había leído don Pompeyo en un libro viejo que compró en la feria. Guimarán tenía la impiedad fría del filósofo, Barinaga los rencores del sectario, la ira del apóstata.

Hubo interrupciones y entonces la conversación tomó un vuelo más alto; Guimarán se dignó prestar atención. Se hablaba ya de la otra vida, y de la moral, que era relativa según la opinión de la mayoría. Foja, pálido, desencajado, con voz temblorosa, sostenía que no había moral de ninguna clase y también se puso de pie ; que el hombre era un animal de costumbres; que cada cual barría para adentro.

El primer día de diciembre Celestina se propuso, de acuerdo con don Custodio, dar el último ataque para conseguir que su padre admitiera los Sacramentos. Al entrar, por la mañana, a eso de las ocho, don Pompeyo Guimarán, que venía soplándose los dedos, la beata le detuvo en la tienda abandonada, fría, llena de ratones.

Después de tanto hacerse esperar llegó el Magistral. Las hijas de Guimarán le llevaron en triunfo junto a su padre. De Pas parecía un santo bajado del cielo; una alegría de arcángel satisfecho brillaba en su rostro hermoso, fuerte en que había reflejos de una juventud de aldeano robusto y fino de facciones; era la juventud de la pasión, rozagante en aquel momento.

Ordenó al gobernador del fuerte lo que con el jeque había de hacer, é todas las otras cosas convinientes á la guarda y conservación de la isla, y dos horas antes del día se embarcó en una fragata é yo con él, para ir en la galera que se había ordenado que quedase allí para tomarle, que estaba á cargo del Comendador Guimarán, el cual estuvo esperando casi hasta el día, y él había pasado á su galera sin haber visto al Duque por la escuridad de la noche.

Don Pompeyo iba taciturno. Abrió la puerta de su casa con su llavín; entró sin hacer ruido; y a poco cerraba los ojos, metido en su lecho, por no ver la claridad acusadora que entraba por las rendijas de los balcones cerrados. Aquello de acostarse de día era una revolución que mareaba a Guimarán; dudaba ya si las leyes del mundo seguían siendo las mismas.

Más adelante se descubrieron 22 galeras que traía el Comendador Guimarán para hacer ir á las naves y pasar á Mesina por dineros. Llegadas estas galeras á Zaragoza, hicieron lo que solían en las posesiones della. Cargaron de leña para Mesina, y lo mesmo hicieron á la vuelta para Malta.

Empezaba, como otros muchos, por negar la virtud del sacerdocio y, además esto no se sabe que lo hayan hecho otros heresiarcas , coincidía en él aquel desprecio de los ordenados in sacris con la afición desmesurada al alcohol en sus varias manifestaciones. Poco trabajo le costó a Guimarán hacer un prosélito de don Santos.

Algunas veces tropezaba la maza de un taco con el abdomen de don Pompeyo. Usted dispense, señor Guimarán. Está usted dispensado, joven respondía el pensador rascándose la barba con una ironía trágica, profunda, y sonriendo, mientras movía la cabeza dando a entender que estaba perdido el mundo. Aburrido de tanta superficialidad subía al cuarto del crimen, a ver a los partidarios del azar.