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Comenzaron con calor los preparativos de indumentaria; las coristas encargaron vestidos riquísimos a París y se retrataron con ellos: los caballeros también fatigaron a los sastres con menudencias impertinentes.

Así es que a semejanza de los socios de un club madrileño, hablaban a gritos en su palco, conversaban con los cómicos a veces, decían galanterías o desvergüenzas a coristas y bailarinas, y se burlaban de los grandes ideales románticos que pasaban por la escena, mal vestidos, pero llenos de poesía.

Una mesa pedía dos botellas, la otra tres, la otra cuatro; y todos cantaban, intercalando en su música gritos de animales conocidos o fantásticos... Esperábamos la llegada de las damas: unas cuantas coristas que habían prometido no a quién, tal vez a nadie, su interesante presencia. Pasaba el tiempo y no venían.

Hasta veo tres coristas que se han vestido de negro con ropas prestadas por las amigas. Son polacas... Y más allá, mire usted a doña Zobeida envuelta en su manto americano, y a nuestra amiga Conchita con mantilla española... En el centro está Nélida, una Nélida que parece otra, humildita al lado de su madre, con la cabeza baja, sin nada llamativo, húmedos los hermosos ojazos. ¡Pobrecilla!

Las señoras, por lo general de medio pelo, que se allanaban a ir a la tertulia, no parecían sus iguales, sino las acompañantas y servidumbre de una princesa o las figurantas y coristas que rodean en el escenario a la encumbrada y aplaudida prima donna.

Maquinistas, comparsas, figurantas, coristas, bailarines y bailarinas, tenores y sopranos, autores, compositores, administradores y abonados salen juntos a la calle en confuso torbellino. Los unos bajan hacia la calle Drouot, los otros suben la escalera que conduce, por una galería descubierta, a la calle Lepeletier.

Fíjese en el respeto que infunden los «pingüinos» dijo Maltrana . Las coristas de opereta pasean cogidas del talle por casi toda la cubierta, riendo, empujándose, mirando a los hombres; pero al dar la vuelta a la parte de proa y llegar adonde estamos, encuentran a nuestras damas haciendo labores de gancho con una majestad de reinas, leyendo Fémina o conversando sobre los méritos y relaciones de sus respectivas familias, e inmediatamente retroceden cerrando el pico.

Los niños de las escuelas, olvidados de la tristeza ambiente, cantaban el De Profundis, y se sonreían los unos a los otros; en seguida los coristas, muy graves también, con sus sobrepellices blancas, entonaban el miserere.

A última hora se ponían las piezas y zarzuelitas más verdes, y cual si esto les sirviese de aperitivo, era de ver cómo a la salida muchos caballeros, o vestidos de tales, esperaban en la calle la salida de bailarinas, coristas y figurantas: por fin, cuando terminado el espectáculo comenzaba la puerta del escenario a vomitar mujeres envueltas en mantones y con toquillas de estambre a la cabeza, cada hombre se llevaba su prójima, que solía ser ajena; alguna, envidiada de las demás, subía en coche, y ya formadas las parejas, que a veces en realidad eran tercetos, todos se iban contentos; ellas haciéndose las conquistadas, y ellos imaginando triunfo lo que, a lo más, era compra.

Se propuso que don Quintín no saliese a provincias con Cristeta, y he aquí cómo lo consiguió. Una tarde en que su amada no tenía ensayo, fue a la puerta del teatro, esperó a que saliesen las coristas, y siguió de lejos a una con quien en otro tiempo tuvo una aventurilla, y de la cual, por haberse mostrado generoso y conocerla bien, podía fiarse.