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A última hora se ponían las piezas y zarzuelitas más verdes, y cual si esto les sirviese de aperitivo, era de ver cómo a la salida muchos caballeros, o vestidos de tales, esperaban en la calle la salida de bailarinas, coristas y figurantas: por fin, cuando terminado el espectáculo comenzaba la puerta del escenario a vomitar mujeres envueltas en mantones y con toquillas de estambre a la cabeza, cada hombre se llevaba su prójima, que solía ser ajena; alguna, envidiada de las demás, subía en coche, y ya formadas las parejas, que a veces en realidad eran tercetos, todos se iban contentos; ellas haciéndose las conquistadas, y ellos imaginando triunfo lo que, a lo más, era compra.

En efecto; Clara, que estaba bordando sobre cañamazo, con lanas de colores, una cabecita de ángel rodeada por una guirnalda de flores, le había hecho los ojos de estambre rojo y los labios con estambre negro; las flores tenían todos los colores tan trastornados, que no se sabía lo que aquello era. Al oír la observación de su amiga, Clara se puso del color de los ojos del ángel.

Y sobre las puertas de los cuartos, el artista, aludiendo discretamente al establecimiento, había pintado asombrosos «bodegones»: granadas como hígados abiertos y ensangrentados, sandías que parecían enormes pimientos, ovillos de estambre rojo que intentaban pasar por melocotones.

Sentada en una butaca trabajando con aguja de marfil en una colcha de estambre estaba Eulalia, cuya fisonomía semejaba notablemente a la de su papá: era también larga de cara, aguileña, de cejas pobladas y labios colgantes que expresaban un profundo desprecio a todo lo que abarcaban sus ojos: como él, tenía fruncida la frente casi siempre, lo cual daba a su rostro una expresión hostil, no muy común por fortuna en las doncellas de sus años; porque Eulalia estaba en la edad del amor, de las ilusiones, de la ternura, del rubor y la inocencia, por más que ninguna de estas cosas se advirtiesen en ella.

Pense yo que no tenia Amor poder entre esclavos; Mas en sus recios clavos Muestra mas su gallardìa. Qué buscas en la miseria, Amor, de gente cautiva? Dexala que muera ó viva Con su pobreza y laceria. No ves que el hilo se corta De esa tu amorosa estambre Aqui con sed y con hambre A la larga ó á la corta?

Otra vez, al querer alcanzar al mismo tiempo un ovillo de estambre que había rodado por la arena del jardín, el pelo de ella, rozándole la cara, le había estremecido, cual si su alma vibrara dentro de su cuerpo. Con frecuencia, sin dar al olvido sus encantos morales, se había parado a grabar en el fondo de su imaginación aquellas líneas que dibujaban un cuerpo formado de bellezas.

Lleva puesta falda de percal que fue azul, por entre cuyos jirones, jamás cosidos, deja ver un refajo amarillo en sus buenos tiempos, toquilla de estambre rosa convertida en pañuelo de talle, y a la cabeza otro pañuelo de seda verde, bajo el cual desbordan en mechones compactos y casposos los rizos negros, vírgenes del peine.

Y Pedro, de otras mujeres tan temido, era con la mayor tranquilidad puesto por Sol, ya a que le leyese la Amalia de Mármol o la María de Jorge Isaacs, que de la ciudad les habían enviado, ya, para unos cobertores de mesa que estaba bordando a la directora, a que devanase el estambre. , , hoy estaba muy hermosa. Dime, , espejo: ¿la querrá Juan? ¿la querrá Juan? ¿Por qué no soy como ella?

Don Juan, que comienza a malhumorarse, lanza sin cesar miradas hacia el sitio donde arranca el Viaducto de la calle de Segovia, cuando repentinamente, de entre la negrura del ambiente, surge un bulto de mujer, a quien delatan su airosidad y gallardía. Viene modestísimamente vestida con traje oscuro, mantón, y toquilla de estambre blanco a la cabeza.

Un poco más allá de las columnas que separaban el gabinete de la alcoba, estaba la cama con las cortinas cerradas y caídas, como se oculta tras un velo sagrado el ara de una diosa. En la penumbra de un rincón se alzaba un mueblecito maqueado, con sus flores de nácar y sus cajoncitos entreabiertos, dejando caer hacia fuera algún trozo de encaje, alguna madeja de estambre.