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La muchacha dió a beber al viejo un poco de café, y yo pude contemplar al padre y a la hija. Era él un hombre escuálido, de unos sesenta años; la barba, blanca, recortada y en punta; los ojos, pequeños, grises y vivos, debajo de unas cejas largas y amarillentas; la nariz, aguileña.

El color de su piel era fuertemente moreno, sus cabellos entrecanos, la frente pronunciada, audaz, inteligente, marcada por un no qué solemne; las cejas y los ojos negros; pero estos últimos pequeños, redondos, móviles, penetrantes, en que se notaba un marcadísimo estrabismo; la nariz larga y aguileña; la boca ancha, la barba saliente, el cuello largo.

Al entrar en la calle y acercarnos a la casa, alcé la vista y detrás del vidrio de uno de los miradores, distinguí un bulto siniestro, después dos ojos terribles separados por el curvo filo de una nariz aguileña, después un rayo de indignación que partía de aquellos ojos. Presentación vio también la fatídica imagen y estuvo a punto de desmayarse en mis brazos.

Ahí tenéis á los señores de Neville, Cosinton, Gourney, Huet y Tomás Fenton, hermano del canciller Guillermo. Fijaos bien en aquel caballero de la nariz aguileña y roja barba, que pone la mano sobre el hombro del capitán de moreno rostro, dura mirada y modesto traje. Bien los veo, dijo el barón.

Al verle con su blusa blanca que dejaba ver los pliegues de la recogida sotana, con el sombrero de jipi, el paño de sol y el abierto paraguas, se me antojó el tipo más hermoso del cura de aldea. Pálido y expresivo el rostro, naricilla aguileña y muy dulces los azules ojos, el buen sacerdote me cayó en gracia.

Al soltar el embozo dejó ver su cuerpo, vestido con zamarreta peluda, estrechamente ajustada con cordones negros. Las patillas, las botas, la zamarreta, la aguileña y delgada nariz, los ojos de cuervo y la gravedad taciturna son rasgos suficientes a trazar sobre el lienzo o sobre el papel la inequívoca figura de Zumalacárregui.

Y mientras la joven iba soltando con automática regularidad los pecados de siempre, murmuraciones en las visitas, mentiras sin importancia, deseos de humillar á las amigas, desobediencias á su madre, miraba á través de la rejilla al famoso jesuíta, su cara sin una arruga, la nariz aguileña, aquella sonrisa dulce que parecía acariciar, pero que á ella le causaba cierto miedo, como si fuese una tenaza irresistible que extraía las verdades por hondas que se ocultasen.

Y un mocetón de ojos feroces hablaba de vaciarle el vientre de una cuchillada a cierto burlón que aseguraba que el río subiría sólo por el gusto de dejar mal parado al milagroso fraile. Rafael se acercó al grupo, y a la luz de una linterna reconoció al barbero Cupido, un maldito guasón de rizadas patillas y nariz aguileña, que tenía gusto en burlarse de la dura y salvaje fe de la gente sencilla.

Que yo he oído decir muchas veces y a muchos discretos que, si él puede, antes os la dará roma que aguileña. Y ¿quién sabe si esta soledad, esta ocasión y este silencio despertará mis deseos que duermen, y harán que al cabo de mis años venga a caer donde nunca he tropezado? Y, en casos semejantes, mejor es huir que esperar la batalla.

Fuera de esta malignidad de unos pelos rebeldes, el Marqués es feliz. Tiene la nariz aguileña y larga; lo que es eminentemente aristocrático y le llena de satisfacción. Es aficionado a la historia y se pasa la vida rebuscando las antiguas crónicas.