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¿Has visto cara más hermosa, Roger? preguntó Gualtero apenas se apartaron de la puerta de Pisano. ¡Qué ojos, qué perfil divino! No puedo negar que es bella. ¿Pues y aquel color moreno de las mejillas y los negrísimos rizos que circundan el óvalo perfecto de la cara? ¿Dónde me dejas los ojos? De mirada tan clara y tan profunda á la vez; tan inocentes al par que tan expresivos....

Lo acepto, porque ella es pobre y yo no soy rica. Ni yo tampoco; pero para un deseo vuestro... Os doy las gracias, señor. ¡Oh! no me deis las gracias; ved que os amo, y amadme... ¿Qué me amáis? dijo la reina inclinándose hacia el rey, dejándole ver un relámpago de sus hermosos ojos azules, y su serena frente pálida como las azucenas y coronada de rizos de color de oro.

Pura, que era renombrada por su estranjerismo en el vestir, aquel día llevaba un vestido de raso negro de mangas cortas muy ceñido y muy largo con volantes de ancho encaje azul, un collar de perlitas, medias de seda negra, zapatos de raso claro con la punta algo encorvada, y el pelo, recogido a la vierge, salpicado entre los rizos de alfileritos con cabeza de brillante.

¿Qué tal? le preguntó Primitivo . ¿Hay ánimos para otra pinguita de tostado? Volvióse Perucho hacia la botella y luego, como instintivamente, dijo que no con la cabeza, sacudiendo la poblada zalea de sus rizos. No era Primitivo hombre de darse por vencido tan fácilmente: sepultó la mano en el bolsillo del pantalón y sacó una moneda de cobre. De ese modo... refunfuñó el abad.

Su cabeza hacía recordar las de los atletas griegos tales como las ha eternizado la escultura, tipo que reaparece con una frecuencia inexplicable en las razas nórdicas de Europa: la nariz recta, la cabellera de cortos rizos invadiendo la frente baja y ancha, el cuello vigoroso. Se hallaba tan ensimismado en el estudio de sus papeles, que no vió llegar á Flor de Río Negro.

El hombre parecía enfermo; era más joven que ella, pero enflaquecido por las dolencias, pálido, con una palidez transparente de hostia, los claros ojos brillantes de fiebre, el angosto pecho agitado por ruda y continua tos. Unas patillas finísimas sombreaban sus mejillas; una cabellera tumultuosa de león coronaba su frente, cayendo atrás en cascada de rizos.

Una tarde, después de almorzar, en que pasaba por lo de Arrizabalaga, había sentido loco deseo de verla. Su dicha fué completa, pues la halló sola, en batón, y los rizos sobre las mejillas. Como Nébel la retuvo contra la pared, ella, riendo y cortada, se recostó en el muro.

Enumerar los rizos, moñas, lazos, trapos, adobos, bermellones, aguas y demás extraños cuerpos que concurrían a la grande obra de su monumental restauración, fatigaría la más diestra fantasía: quédese esto, pues, para las plumas de los novelistas, si es que la historia, buscadora de las grandes cosas, no se apropia tan hermoso asunto.

El conde se puso á mirar con indiferencia los árboles y las montañas que se percibían al través de los cristales. Octavio se obstinaba en sacudir con el junquillo los pantalones, haciendo saltar nubecillas de polvo, apenas perceptibles. La condesa se entretenía en jugar con los rizos de su niña, y la institutriz hacía bolitas de pan con los dedos, mirando fijamente al frasco de mostaza.

Del piquete de fusilamiento se destacó un cabo con un revólver en la diestra. «El golpe de graciaSus pies se detuvieron al borde del charco de sangre que se iba formando en torno de la ejecutada. Frunciendo los labios, entornando los ojos, se inclinó sobre ella, al mismo tiempo que con el extremo del cañón levantaba los rizos caídos sobre una de sus orejas.