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Al llegar a la calle anduvo muy callada, con los ojos bajos, echando de menos la protectora sombra del negro velo de su manto de encaje, que le cubría las mejillas, dándole tan modesto porte, cuando en León cruzaba bajo las bóvedas medio derruidas y llenas de andamiaje de la catedral.

Un vestido de foulard demasiado corto, y matizado de los más extravagantes colores; un peinado sin gracia, adornado con cintas encarnadas muy tiesas; una mantilla de tul blanco y azulado guarnecida de encaje catalán, que la hacía parecer más morena: tal era el adorno de su persona, que necesariamente debía causar, y causó, mal efecto. La condesa dio algunos pasos para salir a su encuentro.

Es profunda la emocion que se siente, en la parte superior de la torre, bajo aquella mole de piedra, que pudiera llamarse trasparente, puesto que desde el fondo del piso se alcanza á registrar con la mirada la vasta campaña de Freiburgo, al traves de los espacios que el arquitecto dejó entre las cintas de gres que, formando como un encaje colosal de filigrana, se reunen en la cúspide, presentando al soplo de los huracanes la construccion mas frágil y delicada en apariencia.

Y estos coquillos negros estaban muy pulidos por dentro, y en todo su exterior trabajados en relieve sutil como encaje. Cada taza descansaba en una trípode de plata, formada por un atributo de algún ave o fiera de América, y las dos asas eran dos preciosas miniaturas, en plata también, del animal simbolizado en la trípode.

En uno de ellos, cuatro gradas cubiertas de encaje sucio y un pedestal de pintura descascarillada, adornado con cabezas de angelitos, servían de trono a una Virgen de tamaño natural, envuelta en rico manto de terciopelo negro entrapado de polvo, sobre cuyo pecho brillaba un corazón de hojadelata atravesado por siete espadas de lo mismo: en cambio el rostrejo y la corona eran de plata.

La torre, en la claridad, luce en el cielo negro como un encaje rojo, mientras pasan debajo de sus arcos los pueblos del mundo. El camarón encantado Cuento de magia del francés Laboulaye. Allá por un pueblo del mar Báltico, del lado de Rusia, vivía el pobre Loppi, en un casuco viejo, sin más compañía que su hacha y su mujer.

Para lo delicado tienen mujeres en esas obras de platería, para limar las piezas finas, para bordarlas como encaje, con una sierra que va cortando la plata en dibujos, como esas máquinas de labrar relojes y cestos y estantes de madera blanda.

Y estas manos van, vienen, saltan, vuelan sobre el encaje, cogen los bolillos, mudan los alfileres, mientras el dedo meñique, enarcado, vibra nerviosamente y los macitos de nogal hacen un leve traqueteo. De rato en rato, Pepita, o Lola, o Carmen, se detienen un momento, se llevan la mano suavemente al pelo, sacan la rosada punta de la lengua y se mojan los labios... Y así hora tras hora.

Su manto de nubes era más espeso; la vaporosa túnica de encaje había sido reemplazada por una cortina gris que cerraba herméticamente toda la bóveda celeste; el sol ya no tenía celosía por donde mirarnos. La llanura triste y oscura en que reposa Madrid, exhalaba un vapor trasparente que concluía por aproximar la línea vaga y fina que cierra el horizonte.

¡Qué bien opinan los franceses, cuando dicen que pasados los Pirineos empieza el África! decía entre tanto a media voz Eloísa a Polo. Desde que ellos ocupan parte del litoral repuso este ya no lo dicen; sería hacernos demasiado favor. Eloísa sofocó una carcajada en su diminuto pañuelo guarnecido de encaje.