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Singularmente al llegar la primavera menudeaban las dolencias de carácter inflamatorio, y cada apoplegía que estallaba era un súbito escopetazo que se llevaba un fraile al sepulcro, sin darle cinco minutos para rezar un Padre Nuestro.

No dudaba que la continua presencia de Rogerio Chillingworth, infectando con la ponzoña de su malignidad el aire que le rodeaba, y su intervención autorizada, como médico, en las dolencias físicas y espirituales del ministro, no dudaba, no, que todas esas oportunidades las había aprovechado para fines aviesos.

Pero era el caso, que aunque muchos me solicitaban, y me escribían versos, y me daban música, y por con otros se enemistaban y reñían, haciendo de mi calle palenque nocturno, donde más de alguno dejó entre rabiosas y celosas ansias la vida, yo no me agradaba de nadie ni quería agradarme, y no había rendimiento que me incitase ni merecimiento que me rindiese; visto lo cual por don Francisco de Rivalta, y creyendo, acaso, por el cariñoso modo de mi trato con él, que a pesar de sus años y sus dolencias yo le amaba, y que si yo no se lo mostraba, a causa era de mi recato, propúsome un día, todo tembloroso, como aquel que teme encontrar la muerte en su propio atrevimiento, si quería con él casarme.

Dime, ¿no has pensado alguna vez, principalmente en estos días de dolencias, aislamiento y tristeza, en la esterilidad de los infinitos medios que has empleado para exterminarme? ¿No te han venido a la mente consideraciones sobre esto, no te has sorprendido a ti mismo, en ciertos momentos, meditando, sin saber cómo ni por qué, sobre el hecho de que todos tus actos de venganza han sido inútiles, y que Dios me ha preservado casi milagrosamente de tus crueldades?

Cifró los anhelos y las esperanzas todas de su vida en aquel niño, que necesitaba de su maternal solicitud para no perecer al golpe de las muchas dolencias que padeció en la infancia: para ella era un goce intenso y continuo irlas venciendo y verle salvo y cada vez más robusto.

Tónica le hablaba como un amigo y le hacía confidente de todos sus pensamientos: las exigencias de sus parroquianas, los consejos de «las señoritas», que eran las hijas de su difunta protectora, y hasta las dolencias de aquella mujer casi ciega que vivía con ella, sirviéndola de madre.

Estos encuentros removían en él todo el sedimento de la pasada ira: había huido siempre de su mujer como enfermo que teme el recrudecimiento de sus dolencias, y sin embargo, ahora iba a su encuentro, a verla y hablarla en aquel hotel de la Castellana, cuyo lujo insolente era el testimonio de su deshonra.

En las selvas de América, nunca exploradas, vieron hipógrifos, licornios y grifos iguales a los de los amados libros; las mordeduras de serpiente no eran mortales si se les aplicaba una amatista; la piedra bezoar sanaba todas las dolencias, y el mismo Carlos V pedía para las suyas este remedio encantado de los conquistadores.

Sobre las almohadas destacábanse cabezas de mujeres de verdosa demacración, con las cabelleras enmarañadas y sucias. Maltrana recordó las salas de los hombres. Estos eran menos repugnantes en sus dolencias. La hembra se agostaba con la mayor rapidez así que la enfermedad disolvía los almohadillados carnosos de sus encantos. El médico se detuvo ante un lecho: allí tenía a la que buscaba.

La madurez se revelaba en él por un salto atrás; íbasele metiendo en el cuerpo la seriedad de los Mirandas; y de amable calavera, pasaba a hombre de peso. No del todo extrañas a tal metamorfosis debían ser algunas dolencias pertinaces, protesta del hígado contra el malsano régimen, mitad sedentario y mitad febril, tanto tiempo observado por Aurelio.