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Pero lo verdaderamente admirable y maravilloso de aquel inmenso panorama era cuanto abarcaban los ojos por el Norte y por el Este.

La nieve cayó en montón a sus pies al abrir la puerta. Todo lo que abarcaban sus ojos estaba blanco, con una blancura nítida y fúnebre, como el sudario de una virgen muerta: blancos el puente y el río, blanca la cuesta de las Cambroneras, los tejados del barrio y los áridos desmontes. El silencio era completo; la soledad absoluta.

El pájaro la saludaba con sonoros castañetazos, dando saltitos y batiendo las alas, que abiertas abarcaban más de dos metros y medio. Era en su especie un individuo de notabilísimo mérito. Parecía meditabundo y pensativo, pero debía callarse muy buenas cosas.

Altos ribazos coronados por tapias; inabordables riberas de barro y cañaverales sumergidos; un poco más allá el río libre, la confluencia de los dos brazos que abarcaban la antigua ciudad y unían sus corrientes extendiéndose como inmenso lago. Los dos hombres iban a la ventura. Carecían, para guiarse, de las señales normales.

La velocidad de su marcha hacía ver con un engaño óptico que era el Océano el que venía corriendo a su encuentro en gigantescos repliegues que se empujaban unos a otros. Los ojos abarcaban un anfiteatro azul, inmenso, monótono, que borraba la noción de volúmenes y distancias.

El vértice era el sitio donde ellos estaban; la parte ancha del triángulo el límite del horizonte real que abarcaban con los ojos. Vamos á tirar contra este bosque dijo el artillero señalando un extremo de la carta . Aquí es allá continuó, designando en el horizonte una pequeña línea obscura . Tomen ustedes los gemelos.

Se confundían en alegre discordancia las diversas músicas. Pasaban parejas amorosas, perdiéndose en la obscuridad; guerreros de remotos países que abarcaban con un brazo el talle de una mujer. ¡Tan lejos!... ¡tan lejos! seguía suspirando la vieja. Vió de pronto un soldado que le sonreía, un soldado todo blanco desde el casco de trinchera hasta los gruesos zapatos.

Todos los caminos estaban cerrados para él; iba como si el mundo se hubiese despoblado de pronto. Toda la nieve que abarcaban sus ojos la llevaba en el alma. En la Puerta del Sol vio una hornilla enorme llena de fuego, y en torno de ella un tropel de golfos, de vagabundos, que se calentaban las manos, pataleando al mismo tiempo para reanimar sus pies entumecidos.

Desde esta altura sus ojos abarcaban únicamente el segundo término, o sea el mar inmóvil, que parecía cubierto de una costra diáfana y transparente, una costra de vidrio reflejando el azul denso y pastoso de la profundidad.

Sentada en una butaca trabajando con aguja de marfil en una colcha de estambre estaba Eulalia, cuya fisonomía semejaba notablemente a la de su papá: era también larga de cara, aguileña, de cejas pobladas y labios colgantes que expresaban un profundo desprecio a todo lo que abarcaban sus ojos: como él, tenía fruncida la frente casi siempre, lo cual daba a su rostro una expresión hostil, no muy común por fortuna en las doncellas de sus años; porque Eulalia estaba en la edad del amor, de las ilusiones, de la ternura, del rubor y la inocencia, por más que ninguna de estas cosas se advirtiesen en ella.