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Cuando Marroquín escribía, uno de los trabajos mayores era pelear con aquel vello de la muñeca, que le borraba a lo mejor los renglones: no tenía otro remedio que metérselos a cada momento debajo del puño de la camisa; pero a veces se impacientaba terriblemente. ¡Estos pelos indecentes!

Creyó al principio que «su pasión noble, sublime, le levantaría cien codos sobre todas aquellas miserias», pero el oleaje de la falsa indignación pública salpicaba su alma, llegaba tan arriba como su deliquio sin nombre; y la ira le borraba del cerebro muchas veces las más puras ideas, las impresiones más dulces y risueñas.

Arriba, el cielo sin una nube, límpido, como si su azul lo hubieran lavado las últimas lluvias, con una diafanidad que absorbía y borraba instantáneamente el humo de las chimeneas. Abajo, en los declives que conducen al Manzanares, grandes masas de vegetación: las arboledas del Campo del Moro, de la Virgen del Puerto, de la cuesta de la Vega.

El temporal se resolvió, como ordinariamente, en lluvia fina y menuda que empezó a descender con pausa, tendiendo por la atmósfera un velo sutil y tremante, formado de hilos de agua, el cual amortiguaba aún más el brillo de la luz naciente y borraba los contornos de los objetos lejanos. La marea subía.

Debajo de ésta llevaba otras faldas y otras, ocho, diez o doce zagalejos, toda la ropa femenil de la casa, un embudo sólido de paños y bayetas que borraba los vestigios del sexo y hacía imposible imaginarse la existencia de una realidad carnal bajo la balumba de tejidos. Las hileras de botones de filigrana brillaban en las mangas postizas del jubón.

Algo más lejos, cuando iba a dejar la plazuela, volviendo su rostro hacia aquella máscara triste que se borraba por momentos detrás del reflejo acuoso de los vidrios, tornó a sonreír; y así, acompañando con la cabeza el blando vaivén de la silla, desapareció con su gente. Ramiro arrojó el Arte de bien morir sobre una mesa cubierta de libros.

Hermoso era, sin embargo, para los dos el momento, de concordia suprema, de dulce olvido; la vida pasada se borraba, la presente era como una tranquila eternidad, entre cuatro paredes, en el adormecimiento beato de la silenciosa cámara.

Dijo Jerónima Jacinta "que había visto que la dicha mujer había echado suertes tres ó cuatro veces con unos granos de cebada, echándolos en un puchero con agua, contándolos y diciendo: Saque, machaque, Barcebú, Barrabás, el demonio mayor del infierno; y que luego tomaba un Christo poco mayor que la palma de la mano, y teniéndole sobre la misma palma, con un cuchillo hacía unas rayas en sus mismos dedos y otras en el suelo y en la pared, y luego las borraba soplando, y que cuando las hacía rezaba entre , y que tenía un paño todo en que había un pedazo de cabello como mostacho de hombre y la dicha mujer le dijo que aquello era para echar suertes; y que había comprado un asno prieto por doce ducados para darlos á los hombres; y que vendía cada migaja por ocho reales; y que cuando echaba las suertes con la cebada, sacaba un papel donde tenía un pedazo de ara consagrada, y que á ella le había dado un pedazo diciendo que era buena para traer amigos

¡Cuánto han tardado! dijo Marta que estaba en el terrado, con su delantal blanco, y nos sonreía desde lejos. Cuando la vi, experimenté el sentimiento de que toda la ternura que yo pudiera prodigarle, sería poca. Me precipité hacia ella y la besé impetuosamente. Pero, al mismo tiempo tuve pena, pues me parecía que así borraba de mis labios el beso de Roberto.

Los remotos se le aparecían envueltos en una gasa blanca que borraba los contornos y aún más los alejaba: los cercanos veíalos tan bien como si estuviesen tallados en relieve y parecían saltar hacia ella palpitantes y teñidos de sangre. ¿Por qué no había permanecido toda la vida en su casa, serena, tranquila, contemplando aquellas montañas que nada malo la enseñaban?